This article was originally published by The Mennonite

Reflexión Pastoral: Los Anfitriones y los Huéspedes

Lucas 24:30: “Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio.”

Jesús tomo el pan. Él lo partió. Y lo compartió con los discípulos.

¿Qué extraño, no? Jesús no parece saber su lugar, su rol, su papel. Alguien debería decirle a donde pertenece, antes de que se meta en problemas, antes de que meta la pata. Alguien debería recordarle a Jesús que ésta no es su casa, que no es su mesa de comedor. Que él no compro este pan, y no debería estar repartiéndolo. ¿Quién se cree que es? – este Jesús.

Él es el invitado, no el anfitrión. Él es un forastero, un extranjero, dependiente de la hospitalidad de otros, de la caridad de otros, de la gente de buen corazón, como Cleofas y su amigo. Pero Jesús parece olvidar o ignorar las reglas que dictan la conducta de huéspedes — las reglas implícitas, normas sociales y expectativas culturales que nos dicen cómo debe actuar la visita, la deferencia y gratitud que el huésped debe mostrar al anfitrión.

Cuando Cleofas y el otro discípulo invitan al forastero que se quede con ellos, Jesús se sienta a la cabecera de la mesa y se porta como el anfitrión. Toma el pan de los discípulos y les da de comer a ellos, sin pedir permiso.

Mis padres me enseñaron como portarme en casa ajena, porque como inmigrantes nos sentíamos huéspedes en este país, en esta cultura. Aprendí que si uno quiere sobrevivir en un lugar donde no pertenece, es importante aprender las costumbres y modales. Si quieres sobrevivir en una cultura extraña es importante estudiar a los anfitriones, a conocer sus patrones de comportamiento, sus rituales culturales. Aprendí que si uno quiere sobrevivir en una cultura extraña, es importante estudiar a los anfitriones y darse cuenta de cómo actúan. Aprendí que si uno quiere sobrevivir, no puede arriesgar su estatus de invitado, su lugar de huésped. Uno nunca quiere que otros piensen que uno no pertenece, que uno no está agradecido por la bienvenida, por la generosidad, por lo servicial que son al hospedarnos en sus barrios, sus escuelas, sus tiendas, sus ciudades.

Sin embargo, siempre tenía en mente que no pertenecíamos, que siempre íbamos a ser huéspedes. Lo tenía en mente cuando la migra paraba nuestro carro en la carretera para revisar nuestros papeles. Aunque interrogaban a cada uno de mis padres, la piel oscura de mi papá siempre atraía más atención. Cuando la migra se daba cuenta que era colombiano, nos pedían salir del carro y traían a perros que rastreaban nuestro carro en busca de drogas. La gente nos pasaba en la carretera y nos miraban a mí, a mi papá, a mi mamá, y a mi hermana. Nos hacían sentir que habíamos cometido un crimen. Nos hacían pasar vergüenza por ser diferentes, porque nuestra familia venía del sur de la frontera. Así es como se le informa al otro que es huésped, eternamente huésped, siempre dependiendo de la hospitalidad de otros, de la benevolencia de los que tienen poder, de los que controlan este lugar, este país.

Esta es la manera que nos enseñan que somos forasteros, siempre extranjeros, no importa cuánto trabajemos, cuanto nos eduquemos, no importa lo que logremos, ni cuanto hagamos para caber, para pertenecer, siempre seremos extranjeros. Mi familia, latinoamericanos en los Estados Unidos, aprendió que siempre sería huésped, que siempre serían extranjeros. Aprendí que nunca sería suficientemente americano.

Pero Jesús en esta historia es el forastero que pertenece, el extranjero que actúa como si estuviera en casa, el extraño que rehúsa ser el huésped, que rechaza el papel que debe tomar. En vez de eso, Jesús es el huésped que se convierte en anfitrión. No pide el poder; Él toma y lo regala. No lo toma para sí, se lo da a otros. Lo comparte.

Cuando entra en casa ajena, Jesús no pide permiso antes de tomar el asiento en la cabecera de la mesa — una mesa que no le pertenece. No pide permiso cuando toma el pan de los discípulos y lo parte y lo reparte. El simplemente lo hace. Él toma la posición de anfitrión, la posición de poder. Y cuando él toma ese poder, él cambia la relación entre huésped y anfitrión. Él se desgaja de las normas y costumbres, el interrumpe e invierte la relación de poder.

Esta historia es acerca del poder porque hospitalidad tiene que ver con poder: quién lo tiene, quién lo puede compartir, y quién lo merece.

Pensemos. ¿Quién es el dueño de la casa? ¿Quién tiene suficiente comida para poder compartir? ¿Quién debe de dar y quién debe de recibir? ¿Quién tiene los recursos y quién decide cómo usarlos? ¿Quién puede ser invitado a la mesa y quién merece hospitalidad, quiénes necesitan una limosna?

Jesús ignora estas preguntas — o tal vez sería más preciso decir que Él contesta las preguntas en forma críptica porque quiere enseñarles algo nuevo a los discípulos, porque quiere compartir con ellos las buenas nuevas que todavía no han podido captar. Él quiere develar los ojos de Cleofas y su amigo y remover todo impedimento que les impide reconocer al forastero frente a ellos. El forastero es un regalo — el regalo de vida, de vida eterna — no un extraño que debe ser excluido, no un extranjero que debe ser deportado, no un pecador que debe ser rechazado. No. Lo que Jesús demuestra es que la mesa de los discípulos — la mesa del discipulado — es una mesa de gracia. La casa de los discípulos es un lugar de gracia, porque su casa es casa de Dios. Es mesa de Dios. No es de ellos, no es suyo, no es mío. Es de Dios.

Cuando invitamos a Jesús a nuestros hogares, cuando invitamos a Dios a nuestra mesa, cuando invitamos al Espíritu Santo a nuestras iglesias, Él siempre va a tomar asiento a la cabecera de la mesa. Cuando nos sentamos juntos en la iglesia, Jesús es siempre el anfitrión. Jesús pone la mesa y nos ofrece el pan de vida.

Estamos aquí por causa de Jesús y por la gracia de Dios. Y eso significa que no podemos decidir quiénes se van a unir con nosotros alrededor de la mesa. No tú ni yo, sino Dios. Nosotros no somos los que decidimos, sino Dios. Y Dios nos invita a tomar un asiento alrededor de esa mesa y ser parte del cuerpo de Cristo, aun cuando no estamos de acuerdo, aun cuando nos sentimos ofendidos, aun cuando detestamos a nuestros hermanos o nuestras hermanas.

Dios es el anfitrión, no nosotros. Todos somos huéspedes — huéspedes en la casa y mesa de Dios, donde hay lugar para todos porque todos somos hijos e hijas de Dios. Todos pertenecemos a la familia de Dios porque, como dice el apóstol Pablo en su epístola a los Gálatas, todo aquel que ha sido bautizado en Cristo es parte de la familia de Dios, hermanos y hermanas de Jesús. Ustedes han sido bautizados en Cristo, dice el apóstol, y por lo tanto son hijos e hijas de Dios, tú y yo, todos nosotros. Nosotros pertenecemos, a pesar de lo que digan otros. Dios ya ha decidido.

Es por eso que la iglesia es diferente a los Estados Unidos. En los Estados Unidos, la patrulla fronteriza se encarga en deportar al extranjero mientras la policía decide quién pertenece y quién no pertenece.

Pero, gracias a Dios, la iglesia no tiene ni patrulla ni policía ni jueces ni abogados. Solo tenemos a Jesús, el huésped convertido en anfitrión, el extranjero que nos invita a pertenecer, que nos invita estar con él, comer con él, y oír las buenas nuevas. Con Jesús como nuestro anfitrión, nosotros vivimos por gracia y hospitalidad de Dios.

La tentación en nuestras iglesias es pretender que nosotros somos los anfitriones, no Jesús; la tentación es pensar que nosotros somos dueños de la casa, que la mesa nos pertenece, y que nosotros tenemos la autoridad de decidir quién tiene permiso para sentarse alrededor de la mesa y quién no, de decidir quién tiene permiso de entrar en casa de Dios y quién tiene que esperar afuera, quién tiene que encontrar otra casa, en otra ciudad, en otro país, en algún otro lugar, no con nosotros, no en nuestra iglesia.

Si no tomamos precauciones, nosotros nos convertiremos en la patrulla fronteriza. La tentación en nuestras iglesias es que nos convirtamos en la migra. Pero recuerden las palabras de Jesús, nuestro anfitrión, que nos invita a su casa no para servir de policía pero para ser huéspedes como todos los demás.

Jesús dijo: “No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados” (Lucas 6:37). Eso es lo que significa ser un invitado en casa de Dios, un miembro de su iglesia, parte del cuerpo de Cristo.

El capítulo veinticuatro del evangelio de Lucas relata cómo el mundo de Cleofas y el otro discípulo cambió cuando Jesús se sentó alrededor de la mesa, cuando el invitado se convirtió en anfitrión. Sus ojos fueron develados y su visión fue restaurada — “entonces les fueron abiertos los ojos,” dice el versículo treinta y uno, “y le reconocieron.” Es un momento de revelación, cuando lo viejo pasa y el nuevo orden comienza — una vida que nos introduce a nuevas maneras de estar juntos, de estar en comunión con Jesús, con el extranjero, con el forastero, el extraño.

Esta historia nos invita al evangelio, a la vida con Cristo — una vida que cuestiona nuestros supuestos sobre cómo deben funcionar el poder en la iglesia, una vida que vuelca las mesas tan pronto comenzamos a hablar sobre la hospitalidad, tan pronto comenzamos a hablar sobre quién debe darle la bienvenida a quien, quien es huésped y quien anfitrión, tan pronto hablamos sobre quien es dueño de la casa, quien es dueño de la mesa, quien tiene dinero para comprar el pan, y quien tiene la autoridad de decidir comer con Jesús. Jesús vuelca las mesas tan ponto caemos en patrones antiguos de anfitrión y huésped.

Cuando invitamos a Jesús a nuestras iglesias, El pregunta: ¿Qué te hace pensar que tú eres dueño? ¿Qué te hace pensar que algo de esto es tuyo? ¿Esta casa, esta mesa, este pan? Cuando invitamos a Jesús, Él se comportará como si tu vida es su vida, como si tu casa es su casa, tu mesa su mesa, tu comida su comida.

¿Y sabes lo que va a hacer? Él va a compartirlo todo con sus amigos, con forasteros, y aun con gente que no nos gustan y personas que despreciamos. Eso es lo que hace Jesús — Él come con pecadores. Si nosotros no queremos comer con pecadores, no vamos a poder comer con el Señor, porque Él es el anfitrión y nosotros los invitados. El decide a quien invitar, no nosotros.

Esta historia nos recuerda que somos beneficiarios de la hospitalidad de Cristo, que somos invitados en la casa de Dios, que somos forasteros que son bienvenidos como amigos. Con Jesús alrededor de la mesa, con Jesús en nuestros hogares, con Jesús en nuestras iglesias, ya no podemos pretender que somos dueños de algo.

Somos invitados como huéspedes. Todos juntos somos huéspedes. Los pastores son huéspedes. Los obispos son huéspedes. Los directores ejecutivos son huéspedes. Los líderes de la iglesia son huéspedes en primera instancia.

¿Está usted seguro que quiere invitar a Jesús a su vida? ¿Está usted seguro que quiere invitar a Jesús a su congregación? ¿Estamos seguros que queremos invitar a Jesús a la Iglesia Menonita?

Si pensamos que somos dueños de la casa y del pan, entonces no deberíamos invitar a Jesús a nuestra casa y nuestra iglesia. Si lo hacemos, él va a tomarlo y partirlo y repartirlo entre forasteros, extranjeros, y pecadores, entre gente que nosotros estábamos seguros que no pertenecían, gente como nosotros, forasteros que han llegado a ser parte de la familia de Dios, pecadores necesitados de gracia.

Lucas 24:30: “Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió, y les dio.” Jesús tomó el pan. Él lo partió. Y lo compartió con los discípulos. Jesús es el peor tipo de huésped, porque Él va a invitar a todos su amigos, incluido a sus amigos que son pecadores.

Isaac Villegas es pastor de Chapel Hill Mennonite Fellowship (N.C.). Esta es una adaptación (parte 4 de 4) de sus sermones en la asamblea de la Iglesia Menonita Hispana, verano 2014.

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