No nos podemos sujetar a quién no se sujeta a nosotros.

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Aquello fue lo que una vez le enseñó el viejo pastor en su primera inexperta experiencia como pastor. Algún hermano no aceptaba que pudiera ser él, más joven, “el pastor”. Eso es hasta natural, totalmente entendible; el hecho es que dicho hermano entró en rebeldía: dejó de asistir, criticaba todo, daba “consejos de cómo hacer las cosas”, etc. No era posible pastorearle, porque tampoco quiso hacerlo hacia el joven. Quería tener un empleado de tiempo completo, no un hermano sujeto a la comunidad. Por lo tanto, él tampoco quiso sujetarse. Después el joven pastor entendió de que para este hermano se trataba de una lucha de poderes, no de amarse, cuidarse, enseñarse mutuamente. Con el tiempo comprendió que ese tipo de conflictos se debe a que no se ha entendido la mutua sujeción como una ordenanza. Es necesario darle la autoridad a toda la comunidad y no a los carismáticos, profesionales, ordenados, etc. No es lucha ni búsqueda de poder. Se trata de amar y ser amados, todos, sin que uno pese más que el otro, porque es en el mutuo amor y pastoreo que se refleja el verdadero amor.

 

En este sentido, creemos que la comunidad local es de suma importancia. De hecho, una de las enseñanzas compartidas y fundamentales de la iglesia anabautista, expresada con claridad por el hermano Palmer, es justamente esta: “la comunidad es el centro de nuestra vida”. La iglesia no es cualquier cosa.

 

Jesús, como bien expresa Pablo, “vino a demoler el muro que nos separaba (…) y de los que no eran pueblo, hizo uno (…) y reconciliar a ambos en un solo pueblo” (Ef. 2:11-22). Es decir, si el centro de nuestra fe es Jesús, dicho sea de paso, una fe de la ética práctica del Maestro, fe viva, cotidiana, transformadora, una consecuencia visible, el mayor signo de nuestra misión en el mundo, tiene que ser una comunidad donde no existe barrera alguna, discriminación, lucha de poderes, violencias, etc. Pablo lo entendió a la perfección. La iglesia de Cristo es la iglesia de los distintos, enriquecida con las diferencias, pero donde no hay otro fundamento que no sea Jesús, mismo lugar donde se practica la ordenanza que para mí es más importante que cualquier otra, del amarnos como Él nos amó (Jn. 13:34), introduciendo en la historia de la salvación la superación de la vieja fórmula mosaica sobre el mandamiento más importante.

 

Amarnos con la misma clase de amor que tiene Jesús, nuestro amigo, es para un mundo roto, más importante que cualquier otra cosa. Es intimidad. Es cuidado, lo es todo lo que no hay fuera de la iglesia (Ef. 5:21). En este sentido puede decir el Apóstol que, así como la cabeza de todo es Cristo, cada miembro debe estar sujeto a él y, por lo tanto, gracias al amor que es lazo de perfecta unión (Col 3:14), estamos sujetos los unos a los otros. Solo el Señor Jesús es más que todos. Los demás somos hermanos en igualdad de condición. El Espíritu Santo, como galardón de todos los milagros y escatología divina, es quien posibilita este hecho maravilloso.

 

No, la iglesia no es cualquier cosa. La iglesia es el signo donde debe reflejarse que otra sociedad es posible. Es en Efesios donde queda claro que la iglesia, como cuerpo, incluso tiene sometido todo bajo sus pies (Ef. 1:22), y si la iglesia es tan importante para Dios como para otorgarle tamaño privilegio cósmico, entonces, será algo grave querer mantener una individualidad narcisista donde importa más el individuo que la colectividad. O, en otras palabras, por puro orgullo, no querer someterse a la autoridad de la comunidad de fe, en donde se mueve el Espíritu de Dios.

 

¿Qué pasa, pues, cuando hay un miembro que no se quiere sujetar a la comunidad? ¿La comunidad le debe cuidado, amor, etc.? ¿Hasta qué grado la comunidad debería atender a dicha persona? Hagamos una pequeña consideración antes. No es lo mismo que “un miembro nuevo”, o un simpatizante, o alguien al que apenas se le está introduciendo, un visitante, alguien eventual, que una persona que se asume como miembro de esa comunidad. 

 

Quizá la clave está en la definición de “miembro en plena comunión”, esto es, así de sencillo, el miembro que es fiel a los votos que hizo el día que fue añadido a la comunidad: dar y recibir amor, cuidado, exhorto, disciplina, discipulado, perdón. Este miembro queda sujeto a la autoridad del Espíritu Santo, que actúa en la congregación de los santos, al mismo tiempo que la comunidad está sujeta a él o ella. Y de ahí viene la disciplina comunitaria, misma que no solo se entiende como la aplicación de la regla de Cristo en Mateo 18 (no punitiva, siempre restauradora), sino como un esfuerzo colectivo de dar buen testimonio, rendir frutos, ser imitadores de Cristo y saber que cada cosa que hago afecta para bien o para mal a mí comunidad. Porque mi comunidad no es cualquier cosa, un club o un grupo dominical de gente bonita. Es el cuerpo del Rey de Reyes, mismo del que soy miembro y debo cuidar.

 

Pero ¿y los que no se quieren sujetar? “Hermanos” y “hermanas”, que ya tienen mucho tiempo y se desaniman, o se enojan, o no trascienden en el perdón o jamás han aceptado que tienen que arrepentirse. Para tal caso, Juan dice algo que al principio parece extraño, pero que cobra sentido pronto: “andaban con nosotros, pero no eran de nosotros” (1 Jn. 2:19). Es decir, jamás aceptaron, por más que se les amó, la disciplina de una comunidad que iba cargando las cargas hombro con hombro y que pudo ser el lugar de su entera sanación. No se quisieron sujetar, no aceptaron jamás la autoridad de nadie más que la suya propia. Su egoísmo y conmiseración eran más fuertes. Su enojo quizás, pasto del orgullo.  No quisieron ver al Rey reflejado en sus hermanos y hermanas y por lo tanto sus frutos quedaron al descubierto: chismes como cosa común; hablaron mal a espaldas de las personas con quien se enojaron, no quisieron pedir perdón o ser perdonados; rechazaron el discipulado de la iglesia y jamás quisieron escuchar exhortos; pero se sintieron con la autoridad de ir y exhortar, discipular y hacer lo que se les antojó. Pero eso no trajo más que amargura a su corazón, porque, como la iglesia es de Cristo y no de las personas, siempre hubo algo que les estorbó: algún hermano sabio, alguna predicación, alguna muestra de amor, el Espíritu mismo hablándoles.

 

Sabemos que hay veces que el hermano o hermana decide irse. Bueno, incluso en esos momentos, es necesario hacer las cosas bien y en obediencia. Irse “bien” es necesario, es decir: reconciliados, sin conflictos, en perdón (Mateo 18:15), y sobre todo, con la bendición de una comunidad que envía al hermano o hermana a donde Cristo lo deba llevar (jamás se romperá la relación) y esto es profundamente sanador…

 

Una señora que tenía años asistiendo a una iglesia estaba muy enojada con la comunidad, porque a su parecer, ellos no hicieron lo que debían. O, mejor dicho, no hicieron como ella quería que hicieran para resolver su asunto (no quería, en sí, resolver lo profundo de su conflicto y pecado, era más fácil inventar toda una narrativa para evitar enfrentar su propia vulnerabilidad). Enojada, poco a poco fue rechazando el estar sujeta y comenzó a esparcir chismes y mentiras, lastimó a más de uno, etc. Aquella comunidad la toleró demasiado y, al final, cuando el Señor la impulsó a salir, los hermanos le invitaron a despedirse de la comunidad y explicar sus razones… Pero ella dijo “no, yo no quiero un circo”. El no querer estar sujeta a la iglesia le hizo decir eso. Es decir, para ella ese acto de obediencia, que pudo ser un acto de reconciliación milagrosa, era eso: un circo. Su egoísmo podía más. Se hizo a la mentira de que “nadie la comprendía, estaba sola, etc.”, pero esto solo era un orgullo enorme, capaz de generar situaciones que pudieron dañar a una comunidad entera. Los hermanos nunca dejaron de orar y aunque hubo rompimiento con ella, y porque se trataba de una iglesia unida, no hubo temas de división o enojos colectivos. Estoy seguro de que se trata de una iglesia que pudo haber restaurado esta persona, pero la persona no quiso sujetarse al amor de la comunidad. Anduvo mucho tiempo con ellos, pero nunca quiso ser plenamente de ellos.

 

Y así podemos entender el título. Hay momentos en la vida de la iglesia que, habiendo pasado por la regla de Cristo y al encontrarse con una férrea resistencia de la persona, esta pierde su autoridad frente a los hermanos y hermanas. No es la iglesia la que “le quita” o “castiga” a la persona. Es la persona que se sale de ese círculo de bendiciones. No porque sea una especie de discriminación eclesial, sino porque ha llegado a ser “como uno de esos que cobran impuesto para Roma” y, por tanto, no debemos sujetarnos a él o ella, pues sus frutos no son buenos, no nos hará bien comer de ellos. Debemos orar y amarle, sí, pero con el nivel de amor que busca su arrepentimiento y pronta conversión o su vida será llena de amargura y rencores inventados por narrativas donde no existe el arrepentimiento en vez de un amor propio que raya en el fetichismo, aunque en la práctica, sea un proceso que dure años.

 

Nadie es perfecto ni lo será hasta que estemos frente al Señor y él renueve todo. Nadie queda exento de que se le amargue el corazón, pero precisamente por eso es mucho mejor vivir bajo mutua sujeción, porque el simple hecho de saberme acompañado por mis hermanos y hermanas, amado por ellos, me librará de caer en pecados que me tienten a vivir lejos de la alegría del Espíritu.

 

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