Crecí en San Nicolás, un pequeño barrio al sur de la parte urbana del municipio de Suacha, (Colombia)*. Si pensamos que Suacha es un tejido extenso, como efectivamente lo es, diría entonces que vivía justo en ese punto que se unen dos líneas de colores distintos, no en medio de, sino entre la zona rural y la parte urbana.
Crecí como cualquier niño, haciendo tareas en la tarde para el día siguiente y tratando de ganarme las dos o tres horas de salida que quería para jugar; no comprendía a fondo la razón de las prohibiciones, tan solo trataba de acatar las órdenes la mayor parte de tiempo. Pero crecía y “acatar” era cada vez más difícil. Entonces ya no eran suficientes los sitios ordinarios, para vivir eran necesarios esos sitios aledaños, que consideraba fronterizos, los que estaban justo detrás del muro de un metro con cincuenta.
San Nicolás parece un pequeño refugio, está cercado por todas partes, con dos puntos de acceso, dándole un cierto aire de canasta rota. De sur a norte se levanta un muro de piedra cuya altura varía de un metro a los tres. Mientras que desde el lado sur hasta el punto occidental existe un alambrado de púas y, del mismo modo, en el lado oriental, los muros traseros de tres fábricas. Las puertas están en el punto norte y oeste. Gracias a estos muros y el alambrado logré aprender con los años lo que significa la expresión: propiedad privada.
Sí, no era un asunto de seguridad como había aprendido de niño, era que todos los árboles que veía del campo, los cuales iban desapareciendo progresivamente, le pertenecían a alguien con el apellido Pastrana; el río no se escapaba de sus bastos dominios, mucho menos la sombra bajo la cual descansamos cada vez que de niños hacíamos lo indebido y saltábamos el muro (que se hacía cada vez más alto, puede que por nuestra culpa); ni la orilla del río que yo empecé a correr todos los sábado como un convicto cuando en realidad estaba corriendo por correr simplemente, nada se escapaba de sus dominios… excepto yo.
Fueron veinte años en medio de esos muros y veinte años simplemente traspasándolos, haciendo alarde de esa natural rebeldía. Y fue justo en ejercicio de esta labor: jugando entre los árboles más allá del muro y trotando en el río mientras me abría camino a través de las púas, que empecé a encontrar parte de mi impulso propio, un indicio de sentido para la vida.
Entonces comencé a prestar más atención a una simple palabra: Puente. Como si el resultado de una cotidiana y regular forma de vivir, venida a demás de un joven común y corriente, luego de años hubiese gestado, no tanto con teoría sino con ritmo, significado, o por lo menos sentimiento, a esa palabra corriente, venida a diario a nuestro lenguaje sin el mayor brillo.
Antes de venir como Iveper, ya estaba recorriendo el cuerpo de esa palabra como un caminante se entrega a la montaña, como Neruda y la mirada distante de ella: ‘Inclinado en las tardes tiro mis tristes redes/ a tus ojos oceánicos. Allí se estira y arde en la más alta hoguera/ mi soledad que da vueltas los brazos como un náufrago’.
Y así en cada espacio. En la iglesia, siendo parte de una comunidad de fe que a diario tiene un diálogo con sus propias formas y que busca la luz del espíritu que se abre paso en medio de la comunidad. En mi familia, tan humana y humilde, llena de luchas y necesitada de reconciliaciones. En la universidad con tanta batalla de discursos y militancias teóricas que muchas veces desconocen, solo porque no comprenden, el pensamiento nuevo, la genuina creatividad, el avance a partir de nuevos lugares, sin necesariamente acudir a orillas o escoger lados del muro.
Por eso he escrito de esta manera un blog que preguntaba inicialmente sobre ¿Qué hacía antes de venir a servir? -sabemos que en el fondo de las cosas podemos encontrar el espíritu del artesano- Para, en vez de rendirme ante la simpleza, además bastante jarta (harta)*, de construir una lista poco musical, un currículum, de lo que he hecho en mi país, intentara sobre todo comprenderlo, escarpar por el significado, o masticarlo y botarlo en tierra, como ya lo hacían nuestros padres indígenas con la hoja de coca, hace miles de años conscientes que todo va y todo viene.
´UN DATO DE DIGNIDAD Y VERDAD: LA HOJA DE COCA ES ALGO TOTALMENTE DISTINTO A ESA SUSTANCIA PODRIDA QUE TIENE EL NOMBRE DE COCAÍNA Y QUE ADEMÁS NOS HA ESTIGMATIZADO GRAVEMENTE ANTE LOS OJOS DEL MUNDO. COLOMBIA, TERRITORIO INDÍGENA.
*Nota del editor
Título del articulo original: “Lo que nos Hace ser ¿Qué Hacia Antes de Venir a Servir?”
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