Este artículo proviene del número de mayo de The Mennonite, y trata sobre el amor que cruza las fronteras. Leer más reflexiones online o suscribirse para recibir más artículos originales en su casilla de correo todos los meses.
Esta es mi historia sobre lo que pasa cuando los cristianos se atreven a cruzar las fronteras. Hace tiempo, dos hermanos, uno de 11 años y otro de 15, menores no acompañados, estaban cruzando el desierto de México-Arizona. Tenían una meta: reunirse con su madre, que había hecho el mismo viaje cuando ellos tenían 4 y 8 años. Ellos se habían quedado atrás con su querido abuelo, cuya reciente muerte había hecho necesario que ellos empezaran su propio viaje hacia el Norte. Pocos días antes, habían viajado en un infame tren de carga, La Bestia. Después de un viaje de un mes desde la hermosa Guatemala, atravesando el hermoso México, ahora estaban dos días más cerca de su destino. Solo el desierto los separaba de su madre. Lo lograron, y hoy tienen 31 y 34 años de edad. Todavía son firmes convencidos del Sueño Americano: la reunificación de las familias.
Mi historia empieza en Quetzaltenango, Guatemala, donde yo vivía con mi madre, abuelo y hermana menor. La dinámica de mi familia cambió cuando mi madre decidió emigrar a los Estados Unidos. Como madre soltera con una educación limitada y siendo el único sostén para la familia, se sintió tentada por los relatos de éxito de aquellos que habían emigrado a los Estados Unidos. Mi mami, por lo tanto, decidió dejar todo atrás en busca de una “vida mejor” para su familia. Nosotros nos quedamos atrás con nuestro abuelito. Yo tenía 8 años y mi hermana tenía 4.
Lamentablemente, cuando yo llegué a los 14, mi abuelo falleció. Mi madre se sintió forzada a elegir entre regresar a nuestro país o traernos a nosotros para cumplir el Sueño Americano. Entonces escogió la segunda posibilidad. Nuestro viaje a los Estados Unidos fue similar al de unos 11 millones de inmigrantes indocumentados que viven hoy aquí. Cruzamos la frontera México-EE.UU. sin autorización. Nuestro viaje estuvo lleno de tristeza, pérdidas y temor. Yo no quería venir a este país. Había perdido a mi abuelo hacia un año y ahora iba a perder el lugar al que pertenecía a cambio de una tierra extraña.
Tengo dos recuerdos. El primero era viajar en un tren de carga conocido hoy como The Beast. En 1998, este tren no era tan peligroso como hoy. Estaba vacío, sucio, frío y era lento. Mi segundo recuerdo es caminar por el desierto de México y Arizona durante dos días. El desierto estaba solitario, muy cálido y seco en el día y frío y vacío por la noche. Entramos en los EE.UU. a través de una zona desolada, y la única señal de “bienvenida” para nosotros era una larga y pavimentada carretera.
En 1998, cuando vine a vivir con mi madre en el centro de Los Ángeles, no podía entender las implicaciones de lo que significaba cruzar la frontera entre México y EE.UU. sin autorización. Mi madre de inmediato me inscribió en la escuela secundaria y aprendí que era un “error” ser inmigrante indocumentado. Aprendí a tener miedo y vergüenza de no contar con documentos sobre mi identidad. Para cuando me gradué, también aprendí que no podía asistir al colegio por falta de documentos y finanzas para mi educación. Yo no era una ciudadana de los EE.UU. No era una residente permanente. Era una inmigrante sin documentos.
Afortunadamente, el AB540 (2001) permitió a estudiantes indocumentados asistir a colegios y universidades de California y pagar la misma matrícula que cualquier otro residente “legal” de California. Nosotros no teníamos acceso a recursos estatales o financieros, pero podíamos ir al colegio. Mi madre limpiaba casas, yo limpiaba casas, y juntas podíamos pagar el colegio de la comunidad. Cuando llegó el momento de transferirme a la universidad, no pude hacerlo porque no tenía los recursos financieros necesarios. En cambio, decidí asistir a la escuela Bíblica, donde trabajé a cambio de oportunidades de becas.
Mi primer encuentro con una comunidad Menonita ocurrió a fines de 2010, cuando uno de mis mentores me alentó a solicitar la Beca Samaritana disponible en Fresno, California Pacific University. Yo no sabía nada sobre los Menonitas, pero deseaba entrar a cualquier espacio donde estudiantes indocumentados fueran bienvenidos. Ese otoño, me volví una Estudiante Samaritana en FPU. Me gradué en 2012 con un grado de bachiller en estudios bíblicos y religiosos. Luego de mi graduación, me sentía insegura sobre mi futuro porque aunque contaba con un grado de colegio, no tenía la documentación necesaria para pedir un trabajo. Yo no era una ciudadana de los EE.UU. No era una residente permanente. Era una inmigrante indocumentada.
A pesar de este obstáculo, decidí solicitar seguir estudiando en Fuller Theological Seminary, Pasadena, Calif., para continuar persiguiendo mis sueños. Por fortuna, ese mismo año, en junio de 2012, DACA (Deferred Action for Childhood Arrivals) fue anunciado. DACA ofrecía protección temporal de la deportación a la juventud indocumentada y la oportunidad de obtener un permiso de trabajo. En marzo de 2013, me transformé en un DACAmented inmigrante. Ese mismo año empecé a trabajar en Fuller, y en el verano de 2016 me gradué con un Master of Arts en Teología.
Mi peregrinaje incluye triunfos y dolor. Siendo una inmigrante indocumentada guatemalteca como yo era, tuve la posibilidad de ir a la universidad y graduarme con un Master a pesar de mi estatus de indocumentada en este país. Sin embargo, no puedo ignorar la inseguridad, vergüenza, remordimiento, temor, marginalización y pérdida de pertenencia. Todavía siento la presión de mostrarle a América y a los Americanos que valgo lo suficiente como para vivir y trabajar en su “gran nación.”
Lo más importante es que mi historia de “éxitos” no es universal. Hay muchos sueños rotos en la comunidad indocumentada porque muchos todavía viven en las sombras de esta sociedad. Como algunos de ellos, He aprendido a tener vergüenza de nuestros peregrinajes y he ocultado nuestras identidades indocumentadas. En la arena política de hoy, se nos hace recordar constantemente que no pertenecemos aquí y que no somos bienvenidos.
En septiembre de 2017, la actual administración de U.S. cumplió su promesa de campaña de terminar con DACA. Por fortuna, dos recientes órdenes de la corte federal han bloqueado temporalmente esta decisión inhumana y xenófoba. Por lo tanto, estoy viviendo en algún lugar entre el temor y la valentía. Temo la deportación y la separación de familia y comunidad. Pero estoy seguro de que no quiero temer o avergonzarme de quién soy y cómo vine a este país. Estos días me he sentido empoderado para aceptar mi propia historia y compartirla y así empoderar a personas para que se sientan solidarias conmigo y con mi comunidad inmigrante.
Los Ángeles ha sido mi hogar por los pasados 20 años. Es aquí donde mi familia se ha reunido. Es donde camino por la tarde junto al océano y disfruto de mis favoritas puestas de sol. Es donde el amor de Dios que cruza fronteras se ha manifestado a través de incontables aliados—hermanos compañeros y compañeras que han apreciado mi historia de inmigrante y se han atrevido a que su tangible hospitalidad atraviese las fronteras de indocumentados. No soy una ciudadana de los U.S. No soy una residente permanente. Soy una DACAmented inmigrante, y mi historia comienza en Quetzaltenango, Guatemala.
Jennifer Hernández vive en Los Angeles y asiste a la Iglesia Menonita de Pasadena, California.
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