Una de las clases más vívidas que recuerdo del curso de teología feminista, que acabo de cursar con Otros Cruces, fue acerca de las imágenes de Jesús y cuáles eran las imágenes propias que teníamos nosotras, las participantes, de Jesús. Mi grupo estaba compuesto sólo por mujeres y hablaban de Jesús como el “amigo”, “el siervo”, “el líder”, entre otros calificativos. Me gustó mucho escuchar esas reflexiones porque nos auto cuestionaba lo que habíamos aprendido hasta el momento del Jesús que había llegado hasta nosotras. El Jesús intocable, sabio, hacedor de milagros, celestial y divino.
Cuando tocó mi turno dije que la imagen que yo tenía de Jesús era la de un revolucionario. Me escuché a mi misma decir esa palabra y me pregunté hasta que punto mi contexto histórico no había influido en esa aseveración. Y pues sí, soy descendiente de la revolución nicaragüense. La herencia e influencia de la revolución quedó impregnada en todos los aspectos de nuestras vidas, y todavía lo sigue estando. Con ella la imagen del Jesús de la teología de la liberación que abogaba por los y las pobres, hablaba del compañero y compañera, se bajaba de la cruz y caminaba descalzo con su rostro café oscuro con la madre, el obrero y el campesino.
Es interesante, sin embargo, notar que estas imágenes sin embargo no pasaban de eso, sólo de imágenes pues la realidad era y sigue siendo muy distinta. Aunque la revolución dio espacios de participación a las mujeres, no es cierto que realmente las liberó del sistema machista. Todavía en plenos tiempos de la revolución efervescente y celebrando la misa campesina ninguna mujer podía ocupar el puesto del sacerdote hombre.
¿Será que la interpretación bíblica falló? O como siempre menciona mi terapeuta: no basta sólo con tener conocimiento en la cabeza, sino también actuar en consecuencia a lo que creemos.
Sea como sea la imagen que heredé de Jesús en mi circulo anabautista, fue muy conservador y hasta cierto momento un poco aterrador. Mirar a un hombre crucificado, desde pequeña en las iglesias católicas a las que a veces por curiosa visitaba, me infundían mucho miedo. Y no hablar del cuadro gigante en la casa de una tía de un hombre rubio, ojos azules que quedaba viendo fijamente al vacío con sus ropas en tonos pasteles, señalaba un corazón con una corona de espinas, que emitía rayos de luz. Recuerdo que uno de mis primos me dijo que no podía pasar cerca del cuadro porque él se enojaba y miraba todo lo que yo estaba haciendo. Cuando estaba sola trataba de no pasar mucho tiempo en la sala, porque me aterraba esa mirada.
Después con el tiempo incluso empecé a hablar con ese retrato. Pero la imagen quedaba ahí siempre de alguna manera lejana, endiosada y divina. En la iglesia enseñaban que Jesús era un hombre de paz, “el cordero inmolado que quitaba los pecados del mundo”. Parecido a un hombre Zen que estoicamente había aceptado el destino que le había trazado su Dios padre.
Fue hasta que entré a la Universidad que tuve conflicto con esa imagen. Para ese momento mis profesores y académicos de la Universidad nacional que asistía dejaban entrever su desdeño por “el opio de los pueblos” y nos mandaban a leer, por lo menos, el resumen, del Capital de Marx o los más clementes y literarios: “El paraíso Perdido” de John Milton. Entonces surgió el conflicto de la trinidad, del Dios hombre protagonista de una obra literaria. ¿Era realmente bueno ese Dios que mandaba a deambular a su pueblo por 40 años, por venganza de que alabaran a otro dios que mandaba a matar a hombres, mujeres, niños por igual para quedara su territorio limpio para su pueblo escogido?
Empecé a distanciarme de esa imagen de Dios y por fortuna resignifiqué la imagen del Jesús que lloraba por la muerte de su amigo Lázaro, que hablaba con las mujeres, no les lanzaba piedras a las mujeres, jugaba con los niños y le encantaba beber vino. Para mi Jesús entonces, sí era un revolucionario de su tiempo, reformando una doctrina cuya “letra estaba matando”. Pero también encasillar a Jesús en un modelo de revolucionario sería quedar corto de su trato humanizante hacia todos los seres humanos que le rodeaban. Jesús también era un álito de esperanza, una melodía para los quebrantados y rotos del sistema.
Y si, para mi Jesús es entonces la música que sana al corazón, cuyo eco atravesó miles de años para encontrarme a mí y darme esperanza.
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