No hace falta decir que en estos tiempos modernos muchas formas hay de negar la Navidad como nosotros la entendemos: la celebración del nacimiento de Jesús, el Mesías esperado. Gracias a Dios, en nuestras tradiciones históricas tenemos muchos símbolos que aún recuerdan este nacimiento: las posadas y los tradicionales nacimientos en México y otros países, por ejemplo; las liturgias de adviento de la iglesia católica y protestante, la simbología de las piñatas y muchas otras cosas. Incluso en las plataformas de Streaming, es posible encontrar alguna que otra buena película que hable más o menos fielmente de Jesús. Sin embargo, no hace falta decir que occidente y, sobre todo, la influencia anglosajona, se ha querido encargar de desviar la atención hacia el Santa Claus del consumismo, el árbol de los regalos materiales, la familia coca-cola, etc.[1]
Se dicen también cosas como que, siendo el catolicismo parte de la conquista europea, la Navidad es una imposición de una cultura ajena, de una narrativa que sucedió en un Medio Oriente que nada tiene que ver con la realidad histórica de Latinoamérica, abundante en las narrativas propias de los pueblos originarios, oprimidos por el eurocentrismo de la conquista, donde los pueblos fueron dominados, subyugados, esclavizados, exterminados o asimilados. ¿Qué tendría que ver Belén con los Andes, el Caribe o Mesoamérica?
Sin embargo, en términos de la dialéctica de la historia universal, es todo lo contrario. Veamos en qué sentido este nacimiento, el más grande de todos, sí tiene que ver con nuestras realidades latinoamericanas, en constante lucha de supervivencia.
El nacimiento del Mesías vino a dignificar a las mujeres.
El evangelio de Lucas hace un esfuerzo por dignificar a los desposeídos o a los grupos vulnerables. La mujer, históricamente hecha menos por una sociedad patriarcal, de pronto es puesta en la misma jerarquía que los sacerdotes y profetas. El mismo ángel que llama a Zacarías (Lc. 1:13), llama a María (Lc. 1:26). Es decir: es Dios el que llama, el que ama, el que busca y ofrece un papel en la historia, no los sistemas humanos. María se convierte en sierva, profeta, instrumento, madre. Es decir, las mujeres son puestas en un lugar en la historia desde donde se dignifica su realidad, desde su propia naturaleza. En nuestras sociedades, las mujeres sufren de situaciones similares (o peores) que en aquellos días: sin voz, sin posibilidades, sin espacios dignificantes, violencias de todo tipo. Sin embargo, muchas Marías hay que esperan ser obedientes al Señor. Pero no una obediencia sumisa, callada, opresiva, sino una obediencia revolucionaria hacia el Dios de la Vida, en el sentido estricto de la reestructuración de una sociedad más justa. Es necesario aprender de la obediencia activa de María, “hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lc. 1:31), es decir, que el Señor use mi vida para transformar la historia, desde mi propia realidad capaz de proteger el proyecto de Dios, esto es, la vida. Su obediencia se traduce en dignificación. Lo que las mujeres son, representa, sus roles, su historicidad, es imprescindible, en igualdad de condiciones que los hombres.
El nacimiento del Mesías fue el nacimiento de un desplazado.
América Latina ha sido una historia cruenta de desplazados por distintas razones: conflictos internos, pocas oportunidades de empleo, conflictos armados que incluyen delincuencia organizada, gobiernos infames de ultraderecha que se enriquecen a costa de empobrecer a sus poblaciones, servilismo hacia Estados Unidos, Canadá y Europa, y un largo etcétera. Familias enteras sufren desplazamientos, huyendo como pueden: caminando, pidiendo asilo político, en el tren “La Bestia”, ocultos en camiones, etc., con miedo, con casi nada en la bolsa y con el terror de la muerte encima. Jesús pasó por lo mismo. José y María tuvieron que huir a Egipto por cuestiones políticas, por el miedo del rey a perder su hegemonía y posición frente a Roma ante el anuncio del Mesías esperado. Jesús fue un palestino desplazado por el terror del Estado. Por eso Él entiende bastante bien a todo desplazado. Si en su momento en la Palestina bíblica hubiese existido un tren “la Bestia”, ¿se imagina el lector a María corriendo con el pequeño hijo de Dios en brazos tras José para subirse y lograr llegar a la frontera, donde había una ínfima posibilidad de dejar el terror atrás? Jesús, nuestro amado Señor, fue un desplazado, y entiende bien el desarraigo.
Jesús huyó del infanticidio, que es la razón de la que huyeron José y María.
Latinoamérica sufre infanticidios estructurales, ya sea por la corrupción, el crimen organizado, la guerrilla o por pérdida de identidad, es decir, no hay raíces fuertes, y lo único que queda es la delincuencia o el huir al norte. Además, historias como la del Salvador en los años 70, las FARC en Colombia, la pobreza extrema en los territorios periféricos, y otras realidades, nos recuerdan cuántos niños han sido desplazados, asesinados, secuestrados, abandonados por el Estado. Como dice la canción, “en este momento, hay un niño en la calle”[2]. Jesús entiende esta realidad. Su nacimiento fue marcado por esta amenaza, sus padres hicieron lo posible para proteger esa pequeña infancia, así como muchos padres hacen lo imposible, y a veces son derrotados por las circunstancias.
Jesús nació en una cultura sencilla, pobre, periférica y dominada por un imperio.
Como nosotros, nos guste o no: 500 años de opresión, 500 años de un exterminio sistemático de las culturas originarias, de una promoción genocida hacia los distintos, de un blanqueamiento de las identidades por los estándares visuales de los medios y sus programas con miras al consumismo. Pero, además, en la historia moderna, tenemos la mala suerte de vivir bajo el dominio de una nación cuyo imperio neoliberal dicta el pulso de Latinoamérica, quitando y poniendo gobiernos al gusto, instaurando bloqueos económicos como en Cuba y Venezuela, saqueando recursos, inventando gobiernos de derecha, como en la Argentina actual, e inundando países empobrecidos con dólares (¡la marca de la Bestia!), como es el caso de algunos países centroamericanos. Como hoy, en tiempos de Jesús, José tuvo que tomar a María y llevarla a Belén cumpliendo la imposición del Imperio, al que poco le importó la pobreza de la gente. Ese imperio que decía que César era dios, fetichismo del poder, bien parecido al de Trump. Ese imperio que dictó el destino de la economía, la política y la cultura de los pueblos oprimidos a base de la pax (la paz a modo de catorrazos), ese imperio que designaba el precio de los insumos básicos, pero no de los productos que consumían los ricos (Ap. 6:6). Más tarde, la iglesia entendió algo maravilloso: el niño del pesebre estaba por encima de César. La realidad del Mesías haría muchas cosas: separaría la iglesia del Estado, propondría la comunidad de bienes ante la mala distribución de los recursos, la paz frente a la guerra, el perdón ante el rencor racial, el compartir ante la acumulación, etc. Jesús entiende las comunidades de base que resisten en la historia. Jesús, José y María, resistieron bien la presión del imperio.
Su padre se sostuvo con oficio.
No se sabe si José tenía o no estudios. Pero lo que sí se sabe es que era carpintero, y como tal desde su oficio, crio al Mesías. ¿Qué tal? ¿Un hombre que no es empresario exitoso que se come al mundo entero con sus recursos, o que no se sienta en el trono del éxito socioeconómico, puede ser importante? José pudo ser mecánico, zapatero, carnicero, albañil, taquero, campesino, vendedor ambulante e igual ser dignificado, en su ser de hombre, como el que accedió a criar al Mesías de Dios. Y por lo visto lo hizo bien: fue obediente hasta el silencio. Qué maravilla. Se dice mucho del aporte de María como madre, pero el hecho de que José hubiese estado al lado de Jesús, seguro dejó huella. Quizás en un acto de obediencia y humildad, José decidió ser silenciado. Así como muchos hombres de oficio, sencillos, inquebrantables, esforzados, que dignifican la masculinidad desde la obediencia, en fe y amor, al Señor.
Jesús trajo esperanza (y les dio otro significado) a las luchas en pro de la dignidad humana.
Latinoamérica es un ir y venir de luchas sociales, una dialéctica entre protesta y represión, entre derecha e izquierda, entre la búsqueda de una situación mejor y guerra. Latinoamérica es, por tanto, un semillero de esperanza por un mundo mejor. La palestina de Jesús estaba en las mismas, en eterna espera de un milagro que cambiara la realidad. En esa espera, nació el Mesías. Jesús vino a traer esperanza en medio de la opresión y la represión. Superó derechas e izquierdas, propuso el jubileo y el perdón entre los pueblos. Su visión es superior a cualquier movimiento. Es una esperanza activa, el u-topos de la liberación encarnada, es decir, el lugar que aún no tenemos, pero que podemos construir aquí y ahora, desde nuestras comunidades que viven en la Esperanza del Mesías, una esperanza real para los pueblos oprimidos del mundo. Por eso es que al final de todo, se levantará un Pueblo Nuevo de “toda lengua, raza, nación”, y será desde abajo, desde las comunidades periféricas, desde la palestina de Jesús, hasta las sierras, selvas y montañas de nuestra querida Latinoamérica, y no desde las sillas de los poderosos. Es el reino al revés.
Jesús fue un revolucionario.
Pero superior a Bolívar, Zapata, Sandino, Che, Castro, Lula, Obrador, etc. Aunque estos citados tienen idea de lo que “justicia por el oprimido” significa, y algunos toman directamente de Jesús, Él supero todo. Al no sumarse a las estrategias violentas, sino plantear una alternativa completa basada en el Reino de Dios, su revolución es desde abajo, a largo plazo, regeneradora de todo, invirtiendo toda categoría, a modo que su proyecto, el Shalom de Dios, es decir, la justicia en todos los aspectos de la realidad, transforme dicha realidad hacia otro mundo nuevo, posible. En Jesús los pueblos empobrecidos conocen que ellos mismos son la solución (Mr. 6:41), Él enseñó, a partir de la realidad misma, a transformarla. Su nacimiento sólo fue el inicio de la liberación de las potestades que engañan, oprimen y promueven la muerte. Su nacimiento es el inicio de otro futuro.
En resumen, el nacimiento del Mesías cumplió, de forma universal, lo que Isaías (Is. 9) había descrito: los pueblos periféricos de Latinoamérica se suman, en su transformación, a la Galilea periférica, que, estando en oscuridad, vio una gran luz. Emmanuel nació, y su Reinado de Paz no tendrá fin. Donde quiera que el niño de Belén nazca, nace la esperanza. Donde quiera que se celebre el adviento, ocurre el milagro de la dignificación de la Nueva Humanidad. El nacimiento de Jesús debe recordarnos que no se trata sólo de una fiesta bonita. En el sencillo pesebre, se resume toda alegría y esperanza para los pueblos oprimidos del mundo…
Por eso, cantamos, con toda alegría, ¡Ven a mi corazón, oh, Cristo, pues en él hay lugar para ti!
Feliz navidad.
[1] No es este un artículo donde se hable de la verdadera fecha de la navidad. Reconocemos que es la cristianización de una fiesta pagana, y en ese sentido, ¡qué acto más revolucionario de los primeros cristianos!
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