Cuando era profesor daba una clase de literatura sobre Tomás Rivera, un autor conocido de la literatura chicana. Con mis estudiantes analizábamos su novela “…y no se lo tragó la tierra”, una obra autobiográfica que se ubica justo en la frontera entre México y Estados Unidos, en El Paso. Ahora la vuelvo a retomar para hablar sobre injusticia y religión con un grupo de jóvenes adultos que vienen de diferentes países y que van a trabajar con diferentes comunidades de base e iglesias anabautistas en Colombia durante dos años. Y aunque sé que nunca podemos agotar todo el sentido de una obra literaria sigue sorprendiéndome de cómo esta novela me brinda nuevas formas de maldecir a los dioses.
La novela se centra en la vida de una familia de trabajadores migrantes en Estados Unidos en los años 50 y es narrada por un joven que experimenta de primera mano las injusticias de un sistema racista y clasista mientras trabaja en los campos agrícolas. Voy a mencionar algunas escenas que me parecen interesantes para hablar sobre la idea de ese Dios cristiano impasible que está sentado en su trono sin conmoverse de todo el sufrimiento humano y al que solo le importa que le den diezmos y alabanzas.
En la novela podemos palpar de cerca la explotación infantil a la que son sometidos los y las hijas migrantes. “Yo creo que nació trabajando. Como dice él, apenas tenía los cinco años y ya andaba con su papá sembrando maíz. Tanto darle de comer a la tierra y al sol y luego, zas, un día cuando menos lo piensa cae asoleado. Y uno sin poder hacer nada” (Rivera 2015). En Latinoamérica conocemos muy bien el trabajo infantil, por más que intentemos desviar la mirada en cada semáforo y por más que se vuelvan números en las estadísticas en la academia y en las noticias. Vemos a niños y niñas en situación de extrema pobreza pidiendo dinero, vendiendo caramelos o trabajando en los mercados de nuestras ciudades. “A las cuatro se enfermó el más chico. Tenía apenas nueve años pero como ya le pagaban por grande trataba de emparejarse […] —¿Por qué a papá y luego a mi hermanito? Apenas tiene los nueve años. ¿Por qué? Tiene que trabajar como un burro…” (Rivera 2015). El cuerpo de los niños y niñas bajo el sol haciendo trabajando en situaciones inhumanas para tener qué comer en el día y sin tener la posibilidad de estudiar y jugar como deberían estar haciéndolo es uno de los mayores problemas de nuestras sociedades consumistas y de un sistema económico que se empeña en eliminar la educación pública. Es irónico que lo que hace para poder sobrevivir sea justo lo que también lo está matando.
“Oía a su papá que a veces empezaba a rezar y a pedir ayuda a Dios. Primero había tenido esperanzas de que se aliviara pronto pero al siguiente día sentía que le crecía el odio. Y más cuando su mamá o su papá clamaba por la misericordia de Dios […] Y luego ellos rogándole a Dios … si Dios no se acuerda de uno … yo creo que ni hay … No, mejor no decirlo, a lo mejor empeora papá. Pobre, siquiera eso le dará esperanzas. […] —N’ombre, ¿usted cree? A Dios, estoy seguro, no le importa nada de uno. ¿A ver, dígame usted si papá es de mal alma o de mal corazón? ¿Dígame usted si él ha hecho mal a alguien?” (Rivera 2015)
El protagonista es consciente de la injusticia a la que está sometida su familia y no se le pasa por alto cómo su papá intenta darle sentido a este sufrimiento buscando alivio y esperanza en ese Dios. Sin embargo, el niño protagonista no puede apropiarse de la piedad de sus padres, el sufrimiento es mucho más real para él que el discurso religioso. Su lógica es implacable: si mis padres fueran malos merecieran sufrir pero como no lo son, entonces simplemente no le importamos a ese Dios a quienes oran mis padres.
“N’ombre, a Dios le importa poco de uno los pobres. A ver, ¿por qué tenemos que vivir aquí de esta manera? ¿Qué mal le hacemos a nadie? Usted tan buena gente que es y tiene que sufrir tanto”
—Ay, hijo, no hables así. No hables contra la voluntad de Dios. M’ijo, no hables así por favor. Que me das miedo. Hasta parece que llevas el demonio entre las venas ya.
Ya sé lo que me va a decir—que los pobres van al cielo” (Rivera 2015)
El protagonista sigue reflexionando sobre este Dios al que parece no importarle el sufrimiento de su familia pero esta vez recibe la respuesta de su madre. Una respuesta que puede ser familiar a muchos y muchas de los y las hijas de familias evangélicas: Mijo no deje que el diablo le meta esas ideas, mijo Dios tiene sus razones no se atreva a interrogar a su señor, mijo no vaya contra la santa voluntad de Dios, mijo no pierda el temor a Dios, mijo sométase a los designios de su padre celestial. Pero al final de todo argumento el niño sabe que la única esperanza que le puede dar ese Dios apático es la muerte, porque si los niños y niñas mueren de hambre seguro que en el cielo tendrán un gran banquete. El “venga tu reino” se convierte en una oración sin sentido porque al final el reino nunca viene, solo van allá lxs niñxs que mueren sin quejarse por desnutrición y falta de salud pública.
Entonces llega un momento de liberación, un grito de indignación para reivindicar su dignidad, llega el momento de la maldición.
“Maldijo a Dios. Al hacerlo sintió el miedo infundido por los años y por sus padres. Por un segundo vio que se abría la tierra para tragárselo. Luego se sintió andando por la tierra bien apretada, más apretada que nunca. Entonces le entró el coraje de nuevo y se desahogó maldiciendo a Dios. Cuando vio a su hermanito ya no se le hacía tan enfermo. No sabía si habían comprendido sus otros hermanos lo grave que había sido su maldición. Esa noche no se durmió hasta muy tarde. Tenía una paz que nunca había sentido antes” (Rivera pg.5).
Después de maldecir a Dios, experimenta miedo y culpa, sentimientos que toda persona criada en un contexto religioso podría reconocer al instante. Sentimientos que surgen al rebelarse contra su creador. Y, aunque siente que está a punto de caer al mismo infierno, no retrocede. Siente la tierra más firme que nunca y camina mejor, más erguido, porque pisa con seguridad y dignidad. Se llena de coraje y continúa maldiciendo a ese Dios que tanto tiempo había torturado a su familia, a ese Dios que en medio de la enfermedad, el sufrimiento y las injusticias seguía exigiendo su adoración. Fue solo cuando maldijo a ese tipo de deidad sanguinaria que pudo dormir y tener paz.
Recuerdo que con mis estudiantes relacionábamos esta escena con una canción de Ismael Serrano titulada “Zona Cero”. El cantautor compara el lugar donde estaban las Torres Gemelas y todo el furor que causó el evento del atentado con otras “zonas ceros” que parecen que tienen menos impacto y que han causado menos conmoción alrededor del mundo. Hay una parte de la canción que dice:
Y ahora ven, mi amor,
salgamos a la calle bien temprano
para gritar
que en nuestro nombre nunca deberán cortar
las manos que sembraron,
que dieron calor.
Y si es en su nombre,
yo maldigo a dios.
Ambas expresiones literarias utilizan el acto de maldecir como una forma de expresar la frustración de sus personajes, de tener que someterse y rendir honor a un dios que lo único que tiene en común con la figura de Jesucristo es que lo querían matar. A Jesús los poderosos de Palestina del siglo I y al otro dios esa pequeña gran superpotencia que es el pueblo sufriente cuando se rebela.
Bibliografía:
Serrano, I, (2003). Zona Cero. Principio De Incertidumbre CD2
Rivera, T. (2015). … y no se lo tragó la tierra/… And the Earth Did Not Devour Him. Arte Público Press.
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