Misión, periferia y niños.

Angelito (centro) y sus hermanos. Han recibido despensa inmunitaria de parte de la iglesia anabautista "Centro Cristiano para el Desarrollo Comunitario", San Bartolo Tlaltelulco, Metepec, México. Angelito (centro) y sus hermanos. Han recibido despensa inmunitaria de parte de la iglesia anabautista “Centro Cristiano para el Desarrollo Comunitario”, San Bartolo Tlaltelulco, Metepec, México.

La iglesia anabautista en la región central de México es hija de misioneros menonitas, fundada hace más de 50 años en la incómoda periferia. Cuenta la historia que algunos misioneros llegaron a vivir a lugares un poco más cómodos en la Gran Ciudad, pero poco a poco terminaron levantando iglesias en medio del polvo, el lodo, la desnutrición, el calor, la falta de transporte y cuantos obstáculos encontraron en el camino.  El shock cultural pudo haber sido tan fuerte como para engendrar desánimo (imagínense hermanos menonitas anglosajones, de barba los hombres y velo las mujeres, conociendo a mexicanos fans de Pedro Infante), pero ni siquiera eso impidió que en la periferia  se levantaran comunidades de creyentes. Y sí, después de tantos años, ahí siguen las iglesias. Ora superviviendo y en crisis, ora con épocas doradas, pero ahí siguen, en la periferia.

En la periferia los misioneros encontraron mujeres que se convirtieron en pilares de la misión, jóvenes entusiastas que predicaron y discipularon, valientes hermanos que perseveraron, y un montón de niños alegres esperando la hora de los cantos, la clase, la comida. De pronto los buenos teólogos extranjeros dejaron de ser ajenos, y se convirtieron en hermanos, y esos rostros en un principio extraños evangelizaron también a los misioneros, abriéndoles los ojos. El anabautismo universitario fue puesto a prueba ahí donde se necesitaba la práxis del Evangelio. Así siempre debe ser: la teoría debe regresar al cristocentrismo del Nuevo Testamento, a la práxis. Por eso no tenemos teologías sistemáticas. Nuestras creencias siempre son puestas a prueba en la periferia, donde necesitan encarnarse: o se continúa con la labor creativa de una hermenéutica comunitaria, contextualizada, profética y restauradora de la dignidad humana, o se opta por copiar modelos descontextualizados geográfica y doctrinalmente. Ahí se da uno cuenta de lo difícil que es seguir con la radicalidad del anabautismo, pero no es imposible.

Ya habrá tiempo de hablar de los altibajos, mismos por los que hemos aprendido o desaprendido un montón de cosas. Pero lo importante aquí es el lugar, el concepto, la categoría a dónde se dirige la misión: la periferia. En efecto, la periferia nunca es cómoda. No está en el centro del poder, tampoco de los servicios, y se aleja de lo que es un “ciudadano promedio”. Como está en la orillita de la totalidad, ve de lejitos los privilegios y comodidades, la vida misma. Parece ser que vulnerabilidad humana y periferia van juntitos siempre, como el betún sobre el pastel. Por eso el Señor Jesús comenzó su ministerio en la periferia, porque no había otra forma de encarnar el amor de Dios sino anunciando a los vulnerables, aquellos cuyos rostros ajados por el desánimo y la falta de consciencia de su propia situación, y las carencias económicas, de agua, de salud, culturales, etc., necesitaban escuchar que el Reino de la Justicia, el Shalom de Dios, había llegado.

Era necesario así, porque el Reino es para los más vulnerables de entre los vulnerables. Claro que se extiende como un árbol en cuyas ramas pueden descansar incluso las aves que andan revoloteando, pero esencialmente es para los vulnerables, los desposeídos, los exiliados en su propia patria.

A lo largo de los años, la ciudad de México creció tanto que de pronto la frontera geográfica entre centro y periferia se diluyó. Pero no por eso desapareció. Simplemente la cuidad la engulló, pero ahí sigue. Y entonces periferia tomó muchos rostros, como el de la pobreza urbana, y dentro de este enorme espectro de faltas y necesidades humanas, los más vulnerables, aquellos que son una especie de periferia dentro de la periferia, siguieron con su velado clamor pidiendo que el Mesías venga con su reino de paz y justicia.

Ante tal escenario, uno necesariamente se pregunta a dónde dirigirán sus esfuerzos de misión y servicio. Teniendo en cuenta esto, así como hace tanto tiempo los discípulos se preguntaron por “lo más importante” (Mt. 18:1-5), y así como Jesús hizo saber, propongo la misma respuesta misionológica: los niños.

Recientemente me puse a pensar que, cuando decimos “iglesias de creyentes”, casi siempre pensamos en automático y de forma inconsciente en términos adultocéntricos. Pero, como muchos, yo me convertí siendo niño. Claro, a una edad un poco más madura me bauticé. Pero yo amé a Jesús desde pequeño, y desde pequeño participé de forma discipular en los rituales y ordenanzas. Y me sentí parte de la comunidad; participé en la Cena del Señor, me lavaron los pies, fui amorosamente disciplinado por el hermano Bernardino, y la comunidad de creyentes hasta suplió muchas veces lo que mis papás no podían comprarme, como juguetes en navidad… ¿cómo no amar una iglesia así? Y ahora, aunque me han tocado un montón de cosas decepcionantes, la sigo amando. Sé que siempre hay esperanza. Y quizás así se puede responder al problema actual de no impactar a los jóvenes, de tener tan pocos: no les estamos presentando un Mesías amoroso, justo, tierno, poderoso, pacificador, activo, desde que son niños. Mucho menos les estamos ensañando a amar a la iglesia. Los niños, que serán jóvenes, crecen creyendo quién sabe qué cosas de Jesús en un contexto de violencias que no les permite descubrirle porque se les presenta ajeno a su realidad.

Pero la misión está ahí, esperando que encarnemos al Mesías que dice “dejen que los niños vengan a mi…”:

Un pastor me cuenta el caso de un niño que ha sufrido violencia en casa. El papá, alcoholizado, le ha hecho castigos inhumanos, irreproducibles. La mujer no lo ha detenido. Ahora los niños han aprendido a odiar a sus padres. El hermano trabaja con la madre para revertir eso: “Dios te ama”, les dice. El amor de Jesús es el único capaz de sanar tal pasado. Otro pastor me cuenta que abre su casa de vez en cuando, y aunque él no es un experto, le da conferencias de tecnología a jovencitos que se la pasan en la calle. Y que además ha puesto un columpio en su casa. Y ahora es el jardín de juegos de muchos niños que viven acinados en la periferia de la ciudad monstruo. Su esposa, también pastora, da clases a los niños y les enseña a estos pequeños violentados educación para la paz: ¡el Mesías ha llegado a sus vidas! Un simple columpio, una simple charla y clases donde se enseña el Shalom con manualidades han sido las herramientas perfectas para la evangelización. La pandemia ha hecho que no fluyan tantos niños, pero esa casa ya no tiene sentido sin ellos. Quizás poco a poco comiencen a ir adultos, pero la misión ya es un éxito cuando esas sonrisas agradecen el haber aprendido de Papito Dios.

Angelito es un niño de las ladrilleras. Desnutrido y sucio, con un problema en su desarrollo, no sabe cuántos años tiene. Sin embargo, el hermano pastor lo ve como Jesús ve a los niños y lo abraza, no le importa cómo huele, o si se bañó ese día. Y luego, junto con su comunidad, específicamente con su hija, tratan de que su vida sea digna, que aprenda a contar, a leer. Que aprenda que Jesús lo ama.

Otra hermana en esa misma comunidad ha hecho que dos hermanitos lean, se bañen, hagan matemáticas, y se ha encargado junto con su esposo de que no falten a la iglesia. Y así ha sido. Reconocen, saben que Jesús el centro de la fe, el centro de la esperanza.

Una hermana en el Ajusco ayuda a un niño por el que “ya no dan ni un peso” en la escuela. Ahora el muchacho está en la universidad, y recuerda a su “maestra” que le enseñó a multiplicar. Y ese el germen de una dignidad humana rescatada.

En el oriente de la ciudad, balacean el terreno frente al templo. Se trata de una banda de asaltantes que toman a la fuerza un lugar para vivir. Las señoras son aguerridas, “de armas tomar”, como decimos aquí, incluso se sabe que el líder de la banda se apoda “el Comeniños”; los hermanos no saben qué hacer, cómo evangelizar a estos ladrones… oran por sabiduría y protección de Dios. Y Dios responde así: los niños, los hijos de estas personas asisten de pronto a la escuelita dominical. Los hermanos entienden que esto es un milagro.

A los niños no les importan nuestros problemas institucionales. Ellos se alegran de escuchar de Jesús el Mesías, ese Dios maravilloso y justo. Pronto aprenden a amarlo, pese a la adultez circundante. Y como el Shalom se encarna rápido en ellos, nuestro reto es no desanimarlos. ¿Desanimarlos? ¡Pero si Jesús es el centro de nuestra fe!, entonces, ¡hagamos misión como Él lo hizo! Viendo primero la vulnerabilidad del prójimo, aprendiendo de ella, dejándose transformar, y así encarnar a Jesús en la historia concreta de vidas pequeñas, concretas, que claman por la justicia de Dios en sus vidas.

Cuando Jesús dijo que “a los pobres siempre los tendrán entre ustedes”, se refería a que “los problemas de la periferia siempre estarán entre ustedes”, y con esto en mente, nos preguntamos: ¿qué hay de los embarazos infantiles, los abusos, la falta de espacios y oportunidades que la pobreza agudizada por la pandemia, están causando? “Dejad que los niños vengan a mi”, dice el Señor. Y como dice más adelante, nos invita a ser como niños: predispuestos a la obediencia, urgiendo guianza, confiando con ilusión en el futuro. Pero un niño también es alegre, disrruptor del sistema, trans-ontológico, movedor incansable de las estructuras y las instituciones; creativo, por el que uno descubre el canto y el juego olvidados, la risa y el proyecto. Cada niño, cada hijo, cada hija, propio o adoptado por la comunidad, es proyecto futuro.

Pero algunos osamos aún mirar el ministerio infantil como un asunto aparte. A eso nos referimos cuando decimos que no copiemos modelos descontextualizados. Es decir, creer que el éxito de una comunidad se mide en el número de adultos convertidos es incorrecto. Por eso, si en medio de la periferia los niños son olvidados como objeto de la misión, algo simplemente no estamos haciendo bien.

Aunque con cubrebocas, careta y/o guantes, muchos locos siguen adelante llamando a las “casitas de Dios” (al banquete de la Bodas del Rey) a todos esos olvidados que, en medio del seno de la comunidad de creyentes, redescubren su dignidad al tiempo que dignifican a los que le sirven.

“Dejad que los niños vengan a mí y no se los impidan”, porque donde no hay travesuras, conflictos y reconciliaciones, moquitos, piojitos, chimuelitos, trastornos de déficit de atención, etc., se pierde la riqueza creativa de la misión del Espíritu que va donde quiere, y hace lo que quiere, cuando quiere.

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