En los pasados días, una comunidad, en algún lugar del Estado de México, en una localidad que dejaremos en el anonimato por cuestiones de seguridad, (porque el tema que nos compete es muy sensible), tuvo que enfrentarse a una situación muy, muy terrible, y muy fea, como quizás muchas de nuestras iglesias que florecen en la periferia. Sucede que, sin dar muchos detalles, esta iglesia comenzó a hacer misión desde hace algunos años en una vecindad en el mero corazón de este pueblito, muy tradicional sí, pero también muy abandonado y hasta cierto punto, demasiado marginado en medio de una de las ciudades más prolíferas de México.
Ya desde hace 40 años, mediante varias iglesias y hermanos, el Señor estuvo llamando a las familias implicadas, de muchas formas y en diferentes momentos, sin mucho “éxito” aparente. Algunos sí se convirtieron en el camino; dejaron sus vidas pasadas y comenzaron a caminar en el Evangelio. Ya conocemos este tipo de milagros, como el de una persona que asesinó a tres por estar bajo los efectos alucinantes de la droga y se convierte, siendo después el semillero de la paz de Cristo en su contexto. Sin embargo, toda su vida batalló con la adicción hasta que finalmente murió por complicaciones renales. A raíz de esto se convierten los abuelos. Mientras ellos están caminando en el Señor, las cosas van marchando hacia adelante. Pero a raíz de la pandemia de COVID, los abuelos mueren, dejando a una familia demasiado grande, demasiado hacinada con demasiados niños, con demasiados problemas y con una alta vulnerabilidad espiritual.
La comunidad de fe opta por enfocarse en los niños de esa vecindad. Ellos y ellas, por supuesto, comienzan a recibir el mensaje de Dios, el mensaje de Jesús como lo reciben todos los niños: de buen corazón, de buen a grado, con alegría. Y, sin embargo, ahí, en ese aparente contexto de “éxito misional”, es donde comienza la lucha en serio: los adultos en cuestión, comienzan a presentar desgane, franco desinterés por el evangelio. A pesar de esto, se hace el esfuerzo muy particular con ellos durante varios años. Pero no quieren caminar con Jesús. Incluso ahí vive una persona que se dice cristiana, pero que está alejada de Dios. Se le llama, se le exhorta, se le busca, pero ni él ni los demás quieren saber nada, o como dice la parábola, “se les tocaron canciones tristes, y no lloraron, se les cantaron canciones alegres y no rieron (Lc. 7:32 )”.
Y lo peor de todo es que los hermanos de esta iglesia comienzan a notar que los adultos implicados, cada vez que se pasa por los niños, se portan como quien a regañadientes hace un favor, obligados a “regalar” un tiempo para que se siga trabajando con los niños. Las madres de los niños, -la mayoría no tienen papá, algunos han muerto por accidentes, algunos han sido asesinados o simplemente se fueron-, no se preocupan realmente por sus hijos, quienes sufren claro abandono. Algunos niños han sido abandonados incluso por sus propias madres, a quienes no se les nota a veces ni siquiera un instinto materno mínimo. La consecuencia de esto es, que mientras van creciendo y mientras más van siendo influenciados por el contexto, comienzan incluso a vérselas con el mundo de las drogas, no solo consumiendo. Casi todos los miembros de esta casa, presentan signos de rechazo al evangelio, y un “embrutecimiento” al no querer tomar una consciencia que está frente a sus narices. Después de un tiempo, la comunidad de fe toma una decisión muy importante, pero también muy difícil al no mirar resultados y ningún interés de los adultos de hacer cualquier esfuerzo de cambio… “¿En qué hemos fallado?”, se preguntan, dolidos delante de Dios.
Pero el Espíritu impulsa un discernimiento donde una hermana de esta comunidad dice, de forma clara que “no podemos ser más buenos que Dios”. Esto es revelador: “a la mejor le estamos estorbando”, dice. Es muy difícil la situación, pero deciden terminar el programa que se tenía con ellos. Añadido a esto, se toma la decisión porque, además, se comienzan a ver signos de violencia sexual de estos niños tan claros y tan peligrosos que algunos hermanos ven riesgo en los demás niños de la misión que no son de este barrio y que no tienen este tema. ¿Cómo no se presentaría esto, fruto del hacinamiento, de la condición de pobreza en la cual está gente está sumida?, piensan los hermanos. Es casi por consecuencia lógica en casi todos los casos donde hay hacinamiento que se den este tipo de cosas. El abuso se da tanto por “indiscreciones” de cuartos sin puertas o un único cuarto para todos, como en otras cosas peores que no vale la pena mencionar aquí. Los niños comienzan a contar a los hermanos, ellos incluso toman tiempo para decirle a los adultos implicados que están enterados y que pueden y deben denunciar ante las autoridades cuando sea preciso. Pero lo sorprendente es que ellos se portan como quien no le interesa saber nada bueno o justo, de Dios, de sus propios hijos, aun con todas estas cuestiones que estamos citando. Y los hermanos, finalmente, dan por terminado su papel en este lugar. El último esfuerzo que se hace es con dos señoras que son parte importante de este contexto, pero sin mucho avance. Ellas reciben el mensaje, pero la semilla brota quizás entre piedras.
Se trata de personas que no tiene disciplina, que no quieren dejar sus tradiciones. Aun así, se comienza a trabajar con ellas mediante la lectura del evangelio de Marcos. Se denuncian cosas. Su idolatría, por ejemplo, las tradiciones que ellos traen que no solamente vienen acompañadas con una carga religiosa. Que quede claro al lector que no se trata de cambiar de religión, sino de todo lo que implica una religión sin un Dios vivo en el centro. Estoy hablando de una moral situacional, donde son bien vistas las borracheras y la droga es normalizada, donde los niños abandonados permanecerán así sin una alternativa a sus vidas, etc. Rebasa por completo lo que la iglesia puede dar y no porque la iglesia en cuestión no tenga los elementos. Sí los tiene. Pero el caso supera lo que humanamente uno puede hacer para “convencer” a las personas. Esto es ya papel del Espíritu Santo, que actúa con, sin y a pesar de… Para acabar de cavar el hoyo, resulta que, el que se dice “cristiano alejado”, incluso se “junta” con persona mucho menor que él, adoradora del culto la muerte, mal llamado santa muerte, culto lleno de brujerías, de magias, de supersticiones y cosas así que no tienen poder alguno, solo si este fetiche demoniaco es adoptado por una persona que se aleja de Dios.
La comunidad se sacude los pies. No hay de otra.
Días después de haber hecho esto, reciben los hermanos la noticia de que el crimen organizado había ido a matar a algunas personas y estaban buscando a otras, entre ellos, a la hija de este hombre que se decía cristiano, pero que incluso aceptó esta mujer con sus ídolos.
No luchamos contra carne y sangre…
Los hermanos, por un lado, se dan cuenta de que era preciso terminar esta relación, al menos, para cuidar a los miembros de la congregación. Por supuesto, la comunidad va a seguir haciendo misión, ahí o donde el Señor quiera. La comunidad se va a seguir haciendo presente de alguna u otra manera. La comunidad sabe y reconoce que Jesús es Señor, el Dios de dioses y que está incluso sobre todas estas huestes de maldad que operan en el mundo.
Sin embargo, la lucha es real. Aquí “lucha” no es “guerra espiritual” que implica un antagónico con la misma capacidad para pelear o guerrear. Queda claro, así como dice Colosenses, que Jesús venció y despojó a los principados y las autoridades, y los exhibió como espectáculo público habiendo triunfado sobre ellos en la cruz. (Col. 2:15). Eso no quiere decir que no aceptemos que hay una lucha espiritual. Si la hay, demasiado fuerte, como dice el apóstol Pablo, de huestes que dominan el aire, que no podemos ver, pero que sí sentimos y vemos los efectos de su influencia, efectos que van degradando, corroyendo la vida hasta que, como advirtieron los hermanos con voz profética, “ha sucedido lo que les dijimos que iba a suceder. Estas son las consecuencias de no querer hacerle caso a Dios”. Ellos jamás fueron ingenuos.
Continuará…
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