Es un hecho que la degradación de la sociedad es prácticamente inevitable donde la idolatría es ya una normalidad. El sumarse al fetichismo de los ídolos en apariencia es tema de religiones, sin embargo, por supuesto que tiene consecuencias sociales. Así lo vemos en la Biblia: el gran tema de los profetas del Antiguo Testamento, primeramente con Israel y luego con Judá, fue justamente la idolatría, pero no por tratarse de cambiar un culto por otros, una religión por otras, sino porque el abandono del Dios único y verdadero, Señor de todos los espíritus y dador de la vida, por otros dioses menores, acarreó la degradación social, consumió la idea del Reino de Dios en pobreza, injusticia, indolencia y todas las cuestiones que los profetas reclamaron. En el caso particular del tema que tratamos (ver artículo anterior), pasa exactamente lo mismo, así como seguramente el lector posiblemente ha visto en su propio contexto. Se les presenta el evangelio de Cristo de una forma muy, muy sencilla, con una clara invitación a arrepentirse de su antigua vida, lo que implica dejar sus tradiciones y su idolatría, propuesta donde incluso se dan cuenta que su pobreza material es también consecuencia de esta degradación espiritual. Y cómo no. Ahí están los cristianos aguafiestas: queda claro que la mayoría de los rituales populares incluyen grandes excesos como gastos ridículos en alcohol, rituales desprovistos de un esquema ético, una moral inexistente y otras cosas semejantes que se han normalizado como parte de la cultura. A lo cual los profetas reclaman con un sentido “vuélvanse a Dios”.
Pero intentar alterar lo “normal” es un tema de cuidado. Aquellos odres están demasiado añejos, resultan demasiado deliciosos como para probar algo nuevo. La gente que ha elegido seguir viviendo bajo esos esquemas de “idolatría normalizada”, en el fetiche de la tradición, mientras no se quebrante ese corazón de piedra, prefieren cerrar sus oídos ante el anuncio de un Dios vivo y real, que los está llamando desde afuera, igual que cuando llamó a los israelitas en el desierto. Como menciona Oseas (11:2), “entre más te llamaba, más te alejabas”. Jesús también lo menciona, cuando dice, “¡cuánto quise meterlos bajo mis alas como los pollitos, pero ustedes no quisieron” (Mateo 23:37). Así como los Israelitas terminaron siendo asediados, oprimidos, capturados y reducidos a nada, el alejamiento de Dios deviene en el hecho de que esta gente esté enredada en situaciones cada vez más peligrosas, como el narcotráfico. Ahora el crimen organizado anda buscando a esta muchacha, hija de un “simpatizante con el cristianismo”, que participó en los asesinatos y de alguna u otra forma, ha implicado a toda su familia.
Atendiendo a esto, la comunidad en cuestión vio como necesario hacer una pausa en la relación. “No podemos ser más buenos que Dios”, dijeron, lo que se entiende como, “hicimos lo que debíamos hacer. Ustedes no escucharon. Nos tenemos que sacudir el polvo de los pies”. Porque si bien no luchamos contra carne y sangre, sí contra huestes espirituales que no podemos ver físicamente, pero que, sin embargo, sí podemos ser testigos de sus efectos. No es que las huestes espirituales anden por ahí como fantasmas, espíritus chocarreros o alguna otra ficción semejante, es que su mera existencia depende de la idolatría y el fetiche que la gente le otorga al darles un poder que no tienen. Es construirse becerros de oro. Y las personas terminan por aceptar libremente el dominio opresor de su propio fetiche, el cual implica un alejamiento de Dios en sutil proceso, cada vez más y más, hasta que finalmente la persona queda totalmente “endemoniada”, poseída por la brutalidad espiritual, por la sordera, por la ceguera.
Y al decir esto, no quiero decir que literalmente “se les mete” el demonio, porque muchas veces ellos mismos se transforman en diablos (Cfr. Juan 6:70). Las personas quedan como lunáticas y las situaciones en las cuales se meten son cada vez peores y más perversas, más violentas, más abusivas. El embrutecimiento espiritual se refiere a buscar formas cada vez más absurdas de hacer el mal. Deja de ser moral. Se cae en lo banal del mal.
Entonces, nuestra lucha va a seguir siendo no contra carne y no contra los que están sumidos en las drogas, no contra esta gente que acepta la muerte sin esperanza porque ha rechazado a Dios, sino contra esa estructura fetichista, engañosa y deliciosa que es la idolatría. Recuerde el lector que el pecado es estructural.
Ahora bien, reconocemos que sin el Espíritu Santo, no podemos hacer nada, ni siquiera sentarnos a orar. Él es la garantía de que Cristo vive en nosotros, y que, por medio de Él podemos saber la voluntad del Señor. Mediante Él, la iglesia puede seguir en misión, denunciando la maldad y enfrentándola, pero también por medio el Espíritu Santo la iglesia obtiene prudencia y sabiduría para saber cuándo retirarse, cuando sacudir el polvo de los pies. No se confunda “misión” con exceso de responsabilidad o cualquier otra situación emocional que nos haga creer que “somos más buenos que Dios”. Incluso Pablo menciona, que, al hacer misión, hubo momentos que el Espíritu no le dejó ir a tal o cual lugar, aunque su deseo era el de servir. Hay que saber discernir.
¿Qué hacer entonces ante casos semejantes? Primeramente saber la cruda realidad, sin romanticismos, que enfrenta la iglesia latina en su contexto particular, midiendo las fuerzas humanas y los recursos espirituales de la comunidad. Luego, orar, orar, orar, orar y ayunar, para pedir la dirección del Espíritu. Tercero, a veces es necesario poner distancia, porque en un balance de recursos, los hermanos tienen que pensar en las propias familias implicadas. Cuarto, no amedrentarse y no dejar de luchar por la paz, la justicia, la reconciliación y el amor; no claudicar, no deformarse con las idolatrías circundantes, no hacerles caso, no entrar a ninguno de los círculos violentos. Tampoco añadir doctrinas mundanas a la doctrina del Nuevo Testamento y sobre todo a la doctrina de Jesucristo; ser congruentes los unos con otros, seguirse amando, seguirse perdonando, discipulándose unos a otros; seguir anunciando el reino con el testimonio comunitario hasta que, incluso aquellos que han rechazado a la comunidad, terminen diciendo, “miren cuánto se aman”, y sean contagiados, y vengan a este Santuario de Paz que debe ser la Iglesia de Cristo. He ahí cómo librar una buena batalla, cumpliendo los mandamientos de Cristo: amándonos como él nos amó.
Actuar así, es lo que ha permitido permanecer a esta iglesia en un contexto difícil, incluso de ser respetados por ciertos grupos criminales que andan por ahí cerquita del templo. Este escritor sabe que no es la única comunidad que ha vivido esto. Sabemos que esto se repite, con fe y alegría, en cada uno de esos contextos periféricos donde brilla la luz de la Esperanza.
No luchamos contra carne y sangre… Al contrario, luchamos para que esas vidas sean regeneradas. Y tarde o temprano, por más que rechacen la verdad a causa de sus demonios internos, reconocerán, por medio de la comunidad, que el Señor es Dios.
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