Una misión sin discriminación.

Congreso Menonita Centroaméricano, JUAMCA 2013 (Los jugadores de futbol mencionados en el artículo están por ahí, contentos de tener tantos amigos y hermanos). Congreso Menonita Centroaméricano, JUAMCA 2013 (Los jugadores de futbol mencionados en el artículo están por ahí, contentos de tener tantos amigos y hermanos).

“El Ser es y el no ser, no es. Qué gran descubrimiento, ¿no? Sé que parece una obviedad, pero no lo es. El Ser es, el no ser, no es (…) El ser, o sea, “el ser griego” es la totalidad del mundo, todo aquello que no entra en ese “mundo” no es; no existe, no tiene una realidad propia, es bárbaro, extraño; no forma parte de la polis griega: no es.

-Enrique Dussel, cátedras universitarias. FFyL, UNAM.

 

Si hay algo que preocupa a filósofos, teólogos, sociólogos, etc., es esa cruda realidad latinoamericana del no ser, que se ha enraizado a lo largo y ancho de siglos en nuestros pueblos colonizados, oprimidos, con identidades impuestas, pobres y desarraigados… <<¿Y qué tiene que ver esto con nosotros?  A los verdaderos cristianos, las cosas del “mundo” no nos afectan>>, dicen por ahí algunos pensamientos contentos con “super espiritualizarlo” todo, o en otras palabras, de evadir los problemas sociales porque “no son espirituales”. Caray. Como usted debe saber, una buena parte del cristianismo también ha sido colonizador. Es duro pero cierto. Hoy ese tipo de cristianismo sigue fiel a sus raíces colonizadoras, al apoyar en oración (y en hechos) las libertades y derechos individuales y la propiedad privada como sustancia de lo que “dignidad humana” significa, sin importar lo que cueste defenderlas, aunque ese precio sea la guerra. Se trata más de antropocentrismo occidental que del humanismo libertador del Mesías.

En los anales de América [1] quedaron registrados todos aquellos experimentos de “evangelización” que hubo al encontrarse el europeo con el “indio”. Fueron pocos los que tenían esa loca idea de encarnar el evangelio de la paz, y pronto ganó la pecaminosa tentación de dominar a aquellos pueblos nuevos y extraños imponiéndoles una cultura ajena y una religión desligada de sus raíces. Era más fácil usar la espada que hacer discípulos. Es un hecho que la radicalidad de Jesucristo no conoce patria, ni tiene fronteras, ni impone una autoridad que diluye las distintas identidades. No. La radicalidad del Mesías incluye a todos y todas y exige que se luche por vivir en justicia, amor, perdón y reconciliación. El anabautismo sabe esto. Sabemos de justicia, de amor, de paz. Y suena bonito, pero el asunto es cómo lo encarnamos en nuestros contextos. Y encarnar quiere decir luchar por hacer real la utopía. Y aquí “utopía” la identificamos con un compromiso constante por alcanzar aquél ideal transformador de toda realidad mundana. O en otras palabras, ponerle a la misión pies y manos, rostro y voz, tan cotidianamente que ni nos damos cuenta de esta espiritualidad tan santa, tan aterrizada, tal como Jesús la describe en Mateo 25: 34-40.

Pero, ¿cómo ha sido la experiencia real de la misión en América? Hace poco supimos del caso terrible de los cuerpos de niños indígenas asesinados y enterrados debajo de templos en Canadá. En efecto, el ser es, el no ser, no es. Casos como este, de abuso y muerte, sólo se explican con el pecado de Caín: “¿acaso soy yo el guardia de mi hermano? (Gen. 4:9)”, o sea, “he racionalizado a mi hermano, mi próximo, como mi enemigo (o como un objeto), por tanto, justifico mi defensa contra él”. Usted pensará, <<sí, pero esto sucedió en Norteamérica>>. Y yo preguntaría, en estos 500 años de olvido, ¿cómo, desde México hasta Panamá y por las selvas y cordilleras de sudamérica hasta la Patagonia se ha tratado, exterminado, mutilado, oprimido, olvidado al mundo originario? Sí, aún por los cristianos. El no ser no es. Y si acaso es, vemos la opresión con una especie de conmiseración romántica, prefiriendo los congresos de alabanza y adoración a las realidades sociales que nos rodean.

Esa ideología perversa del no ser corre por nuestras venas latinas. Por ejemplo, aquí en México tenemos la categoría horrorosa de “whitexicans” para mexicanos, blancos por supuesto, con cierto acceso al mundo neoliberal. Incluso a mi, mexicano de mexicanos (“chilango” para que me entiendan los lectores mexicanos), en dos o tres ocasiones me ha ido mejor cuando mi esposa y mi hija, ambas de piel clara, están conmigo en ciertas tiendas departamentales. Sólo así no me persigue el policía por toda la tienda, qué gracioso.

—¡Pero eso en la iglesia no sucede, hermano!

 ¿Ah, no? Ahora mismo tenemos la categoría “menonitas étnicos” para referirnos a los menonitas que migraron de Europa a . “Para los menonitas de las colonias, nosotros [los latinos] no somos menonitas, porque para ellos lo ‘menonita’ es una cuestión de sangre. Para los menonitas liberales [de las colonias] nosotros también somos menonitas mexicanos o menonitas conversos porque llegamos a la fe por conversión después de un trabajo de proselitismo[2]”. Para los primeros, en su lucha por conservar la identidad, lamentablemente el ser es, el no ser, no es[3]. Para los segundos, bueno, tienen razón. Pero quizás debemos decir: estamos en la lucha por ser “anabautistas verdaderos”, es decir, como antaño profesamos juntos que “del Señor es el mundo y su plenitud (Sal. 24:1)”: somos parte de una misma familia, y aunque tengamos nuestros encontronazos culturales, nos amamos. O queremos hacerlo al menos, en medio de la diversísima familia anabautista.

Yo mismo tengo amigos queridos en el mundo anabautista, y poco les importa de dónde venimos. Lo que importa es Cristo. Y la comunidad. Quien ha sido verdaderamente alcanzado y transformado por el amor del Mesías, es decir, quien ha tenido un encuentro y verdadero quebranto frente a la verdad del Mesías, ha dejado atrás todo tipo de relación injusta. Gente así, como dice nuestro hermano Santiago Benavides, mira como Jesús nos mira.

Sin embargo, seguimos luchando con aquellos modelos colonizadores que han afectado ideológicamente nuestra realidad latina. Ya hablamos de uno de esos efectos al mencionar la discriminación dentro de nuestras geografías locales, pero otro tema es ese fantasma de la idea contradictoria de la identidad nacional. Digo contradictoria porque los nacidos en un país se creen superiores e inferiores al mismo tiempo frente a sus vecinos. Basta pensar, querido lector, el apodo que cada país latino tiene de sus vecinos. Usted lo sabe. Quizás ha usado despectivamente el termino que usted ya sabe. Debemos arrepentirnos si lo hemos hecho, porque a nuestros hermanos no podemos llamarlos de otra forma sino hermanos. Mis iguales.

En una ocasión estuvimos en un evento en Centroamérica y el ponente, enviado desde la mismísima EMU (Eastern Mennonite University), nos hablaba de justicia restaurativa. Todo excelente. Los cantos, la ponencia, los testimonios, la ministración en la alabanza… hasta que jugamos futbol. Sinceramente mis amigos y yo íbamos con la idea romántica, como nos enseñaron nuestros pastores, de mezclarnos, de que no hubiera banderas. Pero no. Los demás insistieron en jugar por países. Querían ganar. Ser los mejores. Y entonces me di cuenta de lo difícil que son las relaciones entre países tan vecinos, tan parecidos (¡desde Tijuana a Panamá somos hijos del Color de la Tierra!). Afloraron los fantasmas del racismo, de la desigualdad y la discriminación. Para colmo, nosotros íbamos sólo dos hombres mexicanos, y necesitábamos ser 6. Juntamos a 3 panameños —indígenas— y un “gringo” en la portería. Nadie nos ganó, y no porque quisimos vencer, sino porque jugamos con alegría y sin querer que nuestro país, pues en realidad no teníamos uno, estuviera por encima de los otros. Yo tenía tristeza por el enojo en las caras de mis hermanos centroamericanos, ¿por un partido sin importancia de futbol? Sí. Comprendí demasiadas cosas ese día: demasiados enojos en la historia como para ser sanados porque sí. Se necesita el amor de Cristo para sanar heridas centenarias.

¿De qué te sirve amar a tu patria cuando no amas a tu hermano?, ¿Qué acaso no entendemos que todos juntos, independientemente de dónde nacimos, somos nación santa, un solo pueblo escogido? Afortunadamente, el Espíritu redarguyó al final de evento. En la familia de Cristo todos somos, tenemos un lugar; nadie está encima de nadie sino sólo el Señor que nos ha hecho suyos. El mandato del Mesías es llegar a amar tanto al prójimo hasta que finalmente se encarne el Evangelio de la Paz, y toda barrera desaparezca.

Una última cosa. Teniendo en cuenta al Jesús de Mateo 5, Menno decía en cuanto a los turcos que invadían Europa: “nosotros no podemos matar a aquellos por quienes Cristo ya murió”. Nosotros, claro está, no matamos en la guerra, pero un comentario, un pensamiento puede desencadenar un asesinato ideológico. Y regresaríamos al mismo pecado de occidente: el ser es, el no ser no es. Pero el Señor nos enseña lo contrario: el ser es, porque Cristo ya murió por todos, sin excepción, y “de los dos pueblos hizo uno, haciendo la paz… (Ef. 2:14)” El ser es, porque en mi prójimo sirvo a Cristo con alegría, y Cristo es la Vida que se derrama con abundancia… ¡Servir, qué cosa tan escatológica! (Mateo 25:34-40)

El discriminar muestra un profundo descontento con el sí mismo, la superioridad racial/nacional/ideológica es en realidad un tema de autoafirmación sobre lo extraño. Y es que tenemos tan marcado ese acento de inferioridad/superioridad nacional que no nos gusta aceptar que, como dice Yoder, cualquier nacionalismo es idolatría (Yoder, 1958). Pero Jesús vino a romper eso. Desde Pentecostés quedó claro: el Pueblo Escogido, la Nación Santa, son todos aquellos que son su familia: los que hacen la voluntad del Padre. Nuestro Padre. Qué maravilla.

El verdadero anabautismo no puede ni debe ser colonizador, simplemente porque “el chiste” del ser anabautista es ser como el Maestro es, y mediante Su Espíritu revelado en esa comunidad escatológica, es decir, en esa comunidad que es y debe ser proféticamente Sal y Luz, ser la comunidad del Cordero que ha vencido al mundo, del Fiel y Verdadero, del Justo que viene pronto.

Entonces, ser discípulo destruye toda herencia patriótica nacionalista, condena toda discriminación racial, quita toda tendencia a oprimir al otro, elimina la idea colonizadora y hace que se busque la reconciliación por tantos años de olvido. Así es la misión de Dios. Sí. Ser discípulo es más radical que el simple “ser cristiano”, y nos llama, constantemente, a ser hermanos y hermanas, sin importar donde nacimos, porque la idea es que seamos nueva humanidad.

Aquí y ahora.

 


 

[1] No hace falta aclarar que “América” es todo el continente y no sólo los Estados Unidos de América.

[2] Pedroza Ruhama, 2015, Tesis de Doctorado, CIESAS, México.

[3] Cuestión que es entendible al mirar la historia de la persecución sufrida en Europa, y su paso a Canadá, EU, México, Bolivia, Paraguay…

 

 

 

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