Velitas

Fotografía - Periódico Minuto 30 Fotografía – Periódico Minuto 30

Desde el centro de Bogotá hasta esa amplia cuadra de casas grandes, con sótanos oscuros y fríos, en donde vive mi hermano junto a su esposa y su pequeña hija, hay que subir por calles empinadas y angostas en medio de la algarabía del 7 de diciembre, que es la noche cuando en Colombia celebramos nuestra primera festividad navideña. Apenas después de haber conseguido la mayor parte del camino, todavía resulta necesario atravesar el peor de los obstáculos que son las calles cerradas por los vecinos y descifrar el camino apropiado guiado por una intuición selvática que solo los conductores poseemos en momentos de tanta urgencia.

Cuando consigo esquivar todos estos obstáculos, variando de arriba abajo y equivocando muchas veces el camino, por fin logro llegar a mi destino donde mi hermano junto a su familia está terminando los últimos preparativos, que realmente no son muchos, y bajan hacia el patio de enfrente para acomodar una a una las velas sobre los muros pequeños del andén.

Entonces, estando todo listo y solo cuando se han repartido las suficientes galletas de jengibre, dulces y copas de vino, los niños y sus padres comienzan a encender las velitas. El ecosistema de la montaña, en todo el centro de la cordillera de los Andes, hace que el clima sea de un ventorral ininterrumpido donde la simple acción de encender una vela se vuelve el desafío más difícil por las ráfagas de viento indómito que apagan las pequeñas chispas. Puede que en Bogotá y en todos los pueblos de los Andes la perseverancia misma de esta tradición navideña antigua sea un manifiesto del carácter de las personas que la celebran y un retrato de cómo vivimos nuestras vidas en esta zona del mundo.

 Perseverantes, tenaces, obstinados, y hasta cierto punto ilusorios, siempre persiguiendo la maravilla de lo inverosímil, convencidos que algún intento será el definitivo y las velas arderán hasta el final de la noche, dibujando el paisaje nocturno más hermoso de todos, en donde todas las casas, en cada barrio de los pueblos y las ciudades, alumbrarán con pequeños fuegos de vela como una jungla de fueguitos o el mejor reflejo de un cielo estrellado.

A esta celebración la llamamos la noche de las velitas. No tengo duda de que es mi celebración favorita para la navidad. La fiesta, muy distinta a las que siguen, no requiere de tantos preparatorios, y casi que el inicio y la clausura están determinadas por la vida de las velas. Los niños se divierten encendiendo cuidadosamente el fuego y cuidando las velitas, empleando sus pequeñas manitas alrededor del fuego, para que no se caigan o se apaguen víctimas de algún ventarrón debilucho que siempre consigue filtrarse entre las calles; a la vez que disfrutan con un gesto de maravilla silenciosa por la hermosura de esas velas que no tienen nada de cosa espectacular aparte de poder calentar durante la noche más helada y ventosa.

Hay que ver el rostro de la esperanza en los ojos encandecidos, cándidos y somnolientos de los niños exhaustos cuando miran fijamente hacia los pequeños fuegos luego de tanta lucha para mantener prendidas las velas. En esos rostros siempre descifro lo que nos quiere decir el espíritu navideño. Su mensaje inicial es la esperanza. El segundo son justamente ellos: los niños.

Mi viaje hacia la casa de mi hermano y mi sobrina fue más tropezado y caótico que en cualquier otro día del año, porque curiosamente esta noche es de las más caóticas siempre. Todos corren, y quien no corre, baila y celebra, justo porque ellos ya lograron llegar donde los esperaban. Entonces se cierran las calles, se prohíbe con algo de egoísmo el paso para quienes no hemos logrado lo mismo, mientras cada barrio se transforma en una feria en la que no son los gitanos sino los mismos familiares quienes prenden el espectáculo. Hay música a todo volumen, fuegos artificiales, asados nocturnos, licor, pequeñas jugarretas de futbol callejero, explosiones de pólvora juguetona y peligrosa, puertas abiertas en cada una de las casas, niños saltando y corriendo de aquí para allá, personas mirando desde los pisos altos y los balcones, así como muchos otros hablando por teléfono o enviando mensajes de amor y paz a todos los que recuerdan.

Y a la par de todo esto, siempre a la par, como si participara de otra boda en la misma iglesia, una madre, un padre, un niño, un hermanito, un abuelito, sentado junto a la hilera de velas raquíticas y hermosas que han preparado con mucha paciencia y cuidado, prendidas por ese fuego débil que sufre los azotes impacientes del viento, pero que siempre ha contado con el cuidado de las manitos tiernas y amorosas de los niños. Con esas mismas manos pequeñas que recogen agua para lavarse el rostro o para darle de beber a un gatito callejero, los niños abrazan el fuego, como mi sobrina Sarita lo hacía en compañía de nosotros frente a su casa que está en la punta de la montaña.

El espíritu navideño durante los siete de diciembre es las velitas, después asumirá la forma de una estrella de alambre en la punta de un árbol de navidad, o de un bebé de porcelana en un pequeño pesebre, o de un villancico llamando a los pastorcitos, en fin, tomará tantas formas como las que los caminos de la historia, muchas veces satíricos y despiadados, le hayan compuesto por los muchos años, pero finalmente siempre nos viene diciendo lo mismo: que estas fechas son días de una esperanza naciente, quizá débil como el fuego de una vela, pero definitivamente inapagable.

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