500 años de anabautismo

En la foto: Hermanos del Bruderhof, Nueva York, de una comunidad de Metepec, México y servidores públicos encontrando un punto de convergencia en una parcela comunitaria de dicha comunidad. En la foto: Hermanos del Bruderhof, Nueva York, de una comunidad de Metepec, México y servidores públicos encontrando un punto de convergencia en una parcela comunitaria de dicha comunidad.

En el mundo Anabautista celebramos el 21 de enero como una fiesta que conmemora 500 años de caminar en la fe, de alegrías, esfuerzos, tristezas, llantos, lucha, martirio. De incongruencias, de momentos de mucho esplendor y de mucha sequedad.

Celebramos sobre todo que, en estos 500 años, el Espíritu Santo se ha hecho presente y nos ha ayudado, animado, bendecido y ha estado con nosotros. Gracias al Señor por eso. Pero vale la pena que nos preguntemos, desde nuestros contextos latinoamericanos, qué significa ser anabautistas hoy. Esta pregunta no es nueva, la hacemos al menos cada vez que nos reunimos. Y la hacemos tanto, que quizás ya se volvió parte del ambiente. Es como cuando alguien va al supermercado. Entra, se dirige directamente a lo que necesita, y no ve lo demás. Todos los demás productos son parte del ambiente, prácticamente invisibles (por eso es que de vez en cuando, los encargados de ventas mueven todo, causando desconcierto, como una forma de sacudida visual). Es un ejemplo un poco extraño, pero creo que se entiende: de pronto el anabautismo como ahora lo entendemos, corre el peligro de volverse parte del ambiente. Vamos al grano en nuestras reflexiones, pero no se transforman con el entorno.

Alguna vez, un hermano menonita escribía que la iglesia ya no confrontaba a este siglo, sino que se estaba volviendo a él, olvidando que la enseñanza paulina es justamente lo contrario. Y en muchos casos es cierto, la iglesia ha dejado que el mundo la transforme. Se ha sumado a lo común.

Hemos dejado de lado esa identidad revolucionaria que se tenía al principio, por formar parte de las modas religiosas y “místicas” de los cristianismos que están a nuestro alrededor. Ejemplo de esto lo vemos en las alabanzas escuetas, carentes de significado o de contenido profundo que han sustituido himnos o cantos compuestos desde la realidad de cada lugar. No es lo mismo cantar “Hermano, déjame ser tu siervo”, a solamente repetir que “Dios es bueno, bueno es Dios” mil veces. Por supuesto, no se pretende decir que esto esté mal por definición. Sin embargo, debemos saber que en nuestras alabanzas se reflejan nuestras cristologías. Si nuestras cristologías son de un Cristo simplón que hace que repitamos mantras, que nada tiene que ver con la encarnación del Evangelio, así será nuestra práctica: simplona, sin capacidad de análisis, sin capacidad de mirar las tensiones reales de la vida. Hay algunas iglesias que solo se dedican a lo que ahora se llama “ministración”, práctica totalmente al interior de la iglesia, y no están viendo hacia afuera, volviéndose cultocéntricas, preocupadas más por el orden, la disciplina y los rituales. Ya no se está teniendo el impacto hacia el exterior. Históricamente hablando, los hermanos anabautistas no tenían temas tan religiosos por resolver, al menos en un momento floreciente, simplemente creían que el Evangelio de Cristo era ser como Él, haciendo lo que tenían que hacer en el momento histórico que vivieron. Mucho de esto se traduce en una iglesia que hacía misión trastocando el mundo, impacientando estructuras, molestando lo “sagrado”.

Hemos observado con dolor cómo algunas congregaciones dejan su amor por un evangelio de paz y de justicia por el amor hacia el Estado, el dinero, la propiedad privada; un amor hacia los Estados Unidos y sus propuestas capitalistas, violentas e imperialistas, y cosas semejantes; hermanos defendiendo a gobiernos de ultraderecha, violentos, que atentan contra el pobre, la viuda y el huérfano, e incluso, congregaciones a favor de la defensa justa, en gran parte por el brutal desconocimiento que hay de las enseñanzas anabautistas de paz, amor, justicia y reconciliación. Quizás a la teología le hace falta cierta creatividad pedagógica.

De pronto tenemos más discusiones sobre liderazgos y conferencias gerontocráticas, que en estar transformando la situación desde abajo, como servidores fieles, evitando que las situaciones que afectan en el mundo real como los divorcios, los matrimonios injustos, la opresión machista, el hembrismo, las familias descompuestas, en suma el pecado, sigan operando en lugar del amor y la reconciliación. Y esto también lo estamos haciendo en gran parte por un egoísmo que está ya sistematizado en la iglesia: hemos permitido que el psicologismo sea mayor que la voz del Señor, que los “iluminados” sean mayores que la comunidad; hemos permitido que el ego, el yo, se centre en el hedonismo antes que en el servicio, el perdón, la reconciliación y la restauración que deviene de la disciplina comunitaria (Mateo 5, 18). Vale la pena la reflexión.

Esto nos lleva a pensar que hemos abandonado el Reino Plano por las jerarquías que tenemos, nos importa más lo que diga el pastor que lo que diga el Espíritu Santo, estando más pendientes de la persona que da la “cobertura” que del Señor. “¿Bajo qué cobertura estás?”, se pregunta ahí afuera. ¡Pues bajo la cobertura del Espíritu Santo, revelado en mi comunidad, donde Cristo se encarna! No olvidemos que todos somos siervos los unos de los otros, y que el amor de Cristo no tiene sentido si no lo demostramos entre nosotros. Eso implica cuidado, hasta dar la vida por nuestros amigos (Jn 15:13).

Otro tema es el abandono de los niños. Nuestras iglesias se han vuelto tan religiosas, tan estructuradas, tan institucionales, que se nos ha olvidado que los niños son esa parte que irrumpe, que desordena, que vuelve de cabeza, pero que también, a palabras de Jesús, son los más importantes en el Reino (Mt 19:14). Hemos confundido el “éxito misionero” con un “éxito ganadero”, en donde se cuentan las “cabezas” (que ofrendan) y no se incluye a los niños, cuando lo que el Señor Jesús nos dice es que todos entran, empezando por los pequeños. Por lo tanto, nuestros cultos se han vuelto inapropiados para que los niños conozcan a Jesucristo. O si no, pregúntese el lector por qué estamos perdiendo tantos jóvenes. Terrible, ¿cierto?

¿Qué hay de las ordenanzas? ¿Practicamos la Cena del Señor, como una mesa abierta de reconciliación? O, ¿es una cosa sagradísima, pulcrísima, sacramental? ¿Lavamos los pies los unos de los otros? ¿Nuestros votos bautismales alcanzan para una vida de discipulado donde, juntos, conocemos al Señor? ¿Practicamos el perdón, la reconciliación y la disciplina restaurativa? ¿Hacemos actos de paz? No solo creerlos, sino hacerlos, esto es, actos de justicia incómoda… ¿Practicamos el que no haya pobres entre nosotros? ¿Denunciamos las maldades políticas y luchamos por un mundo restaurado, incluyendo plantas y animales?

Es por eso que vale la pena preguntarse qué es el anabautismo en nuestras congregaciones, cómo funciona en nuestros contextos. Latinoamérica presenta muchas formas y espacios en donde se puede revivir, reavivar y refundar la fe: sigue habiendo mucha desigualdad, mucha ignorancia, mucha injusticia. Mucha necesidad del amor de Dios, y de un abrazo amigo que te recuerde que ahí está Él, llamándote a la regeneración. Es ahí donde Jesús necesita ser revelado.

A Dios gracias, porque, como se dijo al inicio, el Espíritu Santo sigue haciendo la obra. Aún así, debemos aprender a leer nuestra historia y ver de qué forma el Señor sigue hablando a nuestras vidas, y así como los primeros anabautistas, que en plena rebeldía se negaron a ser parte del aparato que negaba al Cristo encarnado, luchemos contra desigualdades de género, religiosas, políticas, económicas, donde hay mucha corrupción, donde el Imperio seguirá metiendo sus políticas expansionistas en nuestra querida Latinoamérica, intentando engañar con su marketing y estrategias de miedo. Recuperemos pues, día a día, el Evangelio de Jesucristo y no nos doblemos ante el siglo, sino que leamos la historia a la luz de la Cruz de Jesús y su amor, sus enseñanzas, su ejemplo para con los niños, la reconciliación del milagro de la Cruz, e incluso, el amor hacia los poderosos para que ellos también se conviertan, porque no hay nada imposible para Dios (Mt. 19:26)

Seamos una iglesia que transforme la realidad hacia un Reino al Revés como entendieron e hicieron los Grebel, Mantz, Hutt, Simmon, Driver, Yoder, Snyder, Byler, Lederach, Lozano, Stucky, Shelley… (¡son tantos!) como mi padre y mi madre, mis suegros, mi querido hermano Juan Marcos Frederick; mi amado amigo y hermano Benjamín, mis queridísimos hermanos y hermanas mexicanos y mi pequeña comunidad imperfecta en las ladrilleras que me ama a pesar de cómo soy, me han enseñado; como todos los hermanos que, en esta realidad latina que se disfruta con la alegría y el ruido de los niños gritando, adorando, bailando en el templo, donde se disfrutan las hermanas y hermanos con su visión única del evangelio, donde los ágapes son con mango, atole, pupusas, ají; donde la alabanza incluye colores, donde las parcelas, aunque no siempre siembran semillas fértiles, siguen dando fruto a tiempo y destiempo.

Es ahí, y solo ahí, donde los 500 años tienen sentido, donde sí que podemos entender que Jesús es el centro de la fe, la comunidad el centro de la vida, y la reconciliación el centro de nuestra tarea.

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