Apuntes para los hijos

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En un momento aciago de procrastinación, vi un video en alguna red social donde una madre joven, a la que se le ve realmente preocupada, denuncia en público que su hijo, el cual se asume como gato (sic), ha sido “discriminado” por el veterinario, quién afirma que la anatomía del niño le impide si quiera revisarlo o aventurar diagnóstico alguno por la simple razón de no estar calificado para diagnosticar humanos. Por supuesto, es una broma, una sátira de la realidad. Pero justamente lo que se pone bajo la lupa es el argumento del “libre derecho” de los niños “a ser lo que ellos quieran ser”, sin una seria reflexión al respecto. Sólo “aceptando lo que es”. Claro, un niño puede desear ser astronauta, bombero, policía, etc., y bajo ciertas posibilidades podrá serlo, pero me parece que no hay que ignorar, que en las etapas de desarrollo, y sobre todo en la infancia, los niños dependen de sus padres (los adultos más próximos) para definir su identidad. Sin embargo, las mismas redes sociales son las que muestran adultos modernos carentes de madurez emocional, mismos que están permitiendo o construyendo identidades cada vez más suigéneris, o sin límites, sin ética o simplemente permaneciendo ausentes, ya no modelan la adultez para los niños.

Ahora bien, no deseo polemizar sobre el concepto francamente abusado de “tolerancia” o “diversidad”. Eso será tema para otro momento. Lo que me voló la mente, pensando en la analogía que hizo ese chiste de la realidad, fue una pregunta anterior: ¿cómo es que una madre o un padre, más allá de la enseñanza lúdica, le permite a su hijo ser -en serio- lo que quiere ser? Ojo, no estoy hablando del futuro social, económico, religioso, etc. Estoy pensando en la dignidad inalienable de un niño o una niña: es una cuestión de identidad. El problema es que los padres son responsables de construir a los hijos no como proyección del sí mismo (de los padres, o sus inseguridades o sus creencias o ausencias), sino como proyecto futuro: como un sujeto que se enfrenta a la complejidad de la existencia y perdura en el tiempo. Creerse un gato (u otra cosa que no se es, en el mejor sentido ontológico), no creo que asegure su supervivencia. Permitir absolutamente todo sin más, es desafanarse de una crianza responsable.

Miro a otros padres, y a mí mismo y me tengo que arrepentir de tantos pecados. En esta época de cristal, de éticas simplonas y de identidades frágiles como papel mojado, permitimos todo en pro de lo “progre” y socialmente aceptado: desde creerse gatos, hasta rabietas marca diablo, o dejarse engañar por el Mammon y en vez de pasar tiempo con nuestros niños, llevarles nuestro amor en forma de Iphone, Xbox, Switch, etc. Les permitimos escuchar cualquier cosa que pasen en el radio o miren en la infinita televisión moderna, porque si no los dejamos, vaya que arman tremendo escándalo, o sienten que somos los peores padres del mundo, o atentamos contra sus derechos. Los padres de ahora no saben qué hacer con los berrinches. Habría que hablar del sinfín de problemas psico-culturales, generacionales, etc., para tener claro porqué los padres ahora tendemos a permitir cosas que antes no se permitían. En palabras paulinas, creo que ya nos conformamos a este siglo. Hemos perdido nuestra autoridad… O no la quisimos tomar. Somos bien progres.

Sí ya de por sí batallamos con los límites, a eso le añadimos las redes sociales (a las cuales no deberían nuestros niños tener acceso. Simplemente, no) y actitudes desmedidas, agendas culturales e influencias banales, músicas e imágenes que erotizan y pervierten como lo es el reggaetón (no es normal ver niños perreando), el trap, la banda, los grupitos de KPOP, JPOP, las buchonas, las poperas y semejantes, que están arruinando las infancias. Literalmente arruinando. Porque estamos permitiendo personas carentes de una concepción sana de lo que Dios creó, con una pervertida percepción de la dignidad humana, aceptando un sinfín de violencias. Hemos normalizado un mundo de sutiles y deliciosos pecados, y la consecuencia es altamente espiritual, llámese “descomposición social”. Además, y para terminar de romperla, los pocos límites en los niños y nuestro afán de dar todo y resolverlo todo, tienen como consecuencia personas con cero resistencia a la frustración. Y la vida en Latinoamérica es fundamentalmente frustrante. Se necesita aplomo para sobrevivir, como dicen en Cuba, para crear las condiciones de posibilidad para que algo sea posible.

Ahora bien. El cristianismo sí que plantea personalidades dispuestas a enfrentar una vida frustrante, porque le dota de sentido al ser humano liberando a las personas de identidades fofas, dándole valor al ser, preparando para la vida y el futuro, creando comunidad, siendo un semillero de vida y justicia. Y el Señor sabe que esto es imposible sin una infancia digna. Ser niño debe ser maravilloso, una etapa de límites amorosos, de juego, de canto, de aprendizaje, de disciplina y de sincero seguimiento y descubrimiento. El Señor no es adultocéntrico, como la iglesia o las doctrinas a veces lo quieren poner. Es más, hay una fuerte advertencia de parte de Jesús al querer destruir una identidad que debe considerarse sana, libre, amada, cuidada y respetada (Mateo 18:6). Sería mejor suicidarse -Jesús usa esa figura metafórica exagerada para explicar esta urgencia- que destruir a los pequeños. Podemos bien interpretar, “niños”. Porque el sinsentido ontológico se supera con una pedagogía de la regeneración, que se traduce en la construcción aquí y ahora de un estado de felicidad pleno llamado Reino de Dios. Y en el Reino, los de abajo son los que más importan. Los vulnerables, son enaltecidos.

Ahora bien, construir la dignidad de la infancia no es equivalente a profesar un amor sin límites. Es decir, hay que amar bien, sin confundir “amar” con permitir todo “para evitar dolores o traumas”. Ya el sacerdote Elí (1 Sam. 2) nos refiere qué pasa cuando a los hijos se les permite todo y no se les orienta con amorosa autoridad en la construcción de una identidad sana, productiva, con creativa disciplina y ética: terminan siendo consumidos por las consecuencias de sus acciones carentes de límites básicos. Y así, descubrimos en la Biblia muchos ejemplos de hijos sin límites. Y todos ellos confundieron su identidad al pensar que se podían comer el mundo, sin pensar en las consecuencias.

Entonces, ¿cómo amar bien? El profeta Oseas es un ejemplo de un amor verdadero que deja sufrir. En este caso el Padre ha hecho de todo, pero los hijos quisieron probar sus propios límites. El Padre deja vivir las consecuencias de sus actos a los hijos (¡ay!), y, aunque les promete que no los dejará, no detiene su ira sanadora y restauradora. No evita el sufrimiento, pero está presente en todo momento, acompañando, llamando, proveyendo de su amor y sus herramientas espirituales para la reconciliación y posterior liberación. No evita el dolor. No intercede ante la pareja para negociar el castigo, no va a hablar con la maestra para que no sancione, no esconde al hijo para que no vaya a la cárcel. Pero tampoco se niega el Padre asimismo, y promete estar en todo el proceso, aunque sea doloroso explicar que no se es un gato (o un niño, o una niña), y no se le arruga el corazón para decir un sanador y amoroso “no” que promete límites, y por tanto, futuro. Está dispuesto a estorbarles a sus hijos ante el pecado, lo más que se pueda (1 Sam. 3:13). Y no pierde la esperanza ante una llamada aparentemente infructuosa. Es la parábola del hijo pródigo: el Padre confía que su crianza tarde o temprano dará fruto, y el hijo se arrepentirá y reconocerá la vida en la crianza discipular de los padres, o en otras palabras, la maternidad y la paternidad deben plantearse en autoridad sana, discipular, para construir hombres y mujeres nuevos. Claro, no me refiero a ser dictadores conservadores y puritanos, recelosos, castrantes, impositivos, a formar patriarcados o matriarcados. Me refiero a practicar la clase de amor, así de perfecto, con el que el Padre, Abba, nos conmueve constantemente a seguirlo. Y Él muchas veces nos jala una oreja, o nos da un coscorrón con amorosa disciplina.

Dios es amor, no amor es Dios. Es diferente. Es decir, amamos, pero intentamos hacerlo siguiendo su ejemplo, evitando volver nuestro amor un ídolo (o dicho en otras palabras, sin resolver nuestros propios traumas infantiles en nuestros hijos). En este sentido, amamos de forma justa, con límites, con autoridad, disciplina y construyendo identidades de hombres y mujeres nuevos. Nueva humanidad. Que no se conforma a este siglo. Dejamos que nuestros hijos vayan al Maestro sin impedimentos, y en el camino, nosotros les ayudamos a identificar dónde están Sus pisadas para que así puedan descubrir su propia identidad a los pies de la cruz, y crezcan con la esperanza del futuro en sus manos.

 

 

 

 

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