¡Cuánto machismo, de policromática expresión, hay en nuestras geografías! Claro está, es una expresión errónea y carnal del ser hombres, que a Dios no le pasó por la cabeza. Aunque es un fenómeno más complejo de lo que se apunta aquí, sí podemos decir que el machismo en sí obtiene su realización al oprimir la dignidad humana. Tanto en mujeres, al sufrir los estragos del silenciamiento violento, como en los hombres que viven bajo este esquema, porque carecen de dignidad para dignificar.
Por supuesto que hay distintas formas de enfrentarlo. Desde la pura negación y aceptación -mejor dicho, imposición-, hasta movimientos de denuncia extrema. ¿Cómo reaccionará la comunidad de creyentes? Porque si en una iglesia o denominación se opta por borrar de un brochazo el problema, recurriendo a actitudes propias del patriarcado del Antiguo Testamento[1], en un acto de autoafirmación machista, se invisibiliza a las mujeres, y aún en el seno eclesial, estas quedan vulnerables. Pero, ¿qué pasa si, para enfrentarlo, -al no tener herramientas de liberación en la comunidad-, se recurre a un planteamiento aislado de emancipación (sólo) de las mujeres?
Emancipación significa acceder a un estado de autonomía frente a un poder que ha negado de una u otra forma la dignidad de lo que resulta ajeno o extraño (los pobres, las mujeres, los pueblos indígenas, los niños, etc.). Podríamos pensar por analogía que, si por emanciparse los pueblos han adquirido su independencia frente al colonialismo, ¿por qué no plantear la emancipación de las mujeres ante un sistema machista? Como que va con el espíritu liberador del evangelio, ¿qué no?
El problema no es en sí el objetivo, si no la forma de conseguirlo y sus implicaciones. Y quizás confundir el término “emancipación” con “liberación”. Un grupo que se emancipa, se desoprime por supuesto, pero sin una raíz bien fundada en un modelo verdadero de humanidad restaurada no puede liberarse y pronto se traiciona así mismo y de ser revolucionario, se convierte poco a poco en opresor. En esa tensión nada se resuelve. Se ganan espacios en la lucha, sí, la voz del oprimido es escuchada, pero, si en ese proceso no se plantea además la liberación del opresor, su arrepentimiento (su metanoía), algo falta. En el fondo todo sigue igual. Esto explica por qué hay una constante violencia machista, al tiempo que del otro lado, en su denuncia (en principio justa), uno de los extremos afirma que “todos los hombres son violadores”. Falso, como tampoco podemos decir que “todas las mujeres son débiles y lloronas”. Son falacias sexistas. Ni todo hombre es malo, ni toda mujer buena[2]. Ambos están caídos. Ambos requieren de la Gracia. Ambos requieren andar en el camino de la Regeneración. Y desde el Nuevo Testamento, no está completa la comunidad sin uno o el otro. Para ambos el modelo de humanidad restaurada es Jesús. Él nos enseñó a ir siempre más lejos (o, mejor dicho, trascender[3] hasta el fundamento). Y no, no estoy victimizando al hombre, porque todo hombre que se asume como discípulo de Cristo debe saber que su medida como hombre –un hombre real, no estereotipos- no es otra que la de Jesús. No más davides, ni esdras, ni más josués en las iglesias… ¡El Hombre Bueno por excelencia, Jesús de Nazareth, ese es el modelo! Y hablando al respecto, por quien quiera restarle autoridad libertaria a Jesús porque es varón, fíjese como de manera tan puntual en una frase tan simple, denunció todo un sistema opresor, perverso y diabólico: “quién mire a una mujer con deseo, ya cometió adulterio en su corazón… (Mateo 5:28)”. Y ya sabemos cómo se pagaba esa falta… Qué tal hermano mío, al mirarte frente a Jesús, ¿cómo andan tus machismos? Es mejor despojarse de lo que nos hace caer, luchar por ser un hombre como Jesús fue Hombre, que ser echados completitos a donde será el lloro y crujir de dientes (Mateo 18:9-10).
Por eso si de lo que se trata es de realizar la Nueva Humanidad, “emanciparse” no alcanza para ser todos transformados. Todos. La víctima y el victimario. El amigo y enemigo. El apático y el empático. El rico y el pobre, el anciano y el niño, la humanidad y la naturaleza. El hombre y la mujer. La verdadera experiencia liberadora, es decir, el rompimiento total (metanoia) con toda opresión, en una comunidad de fe, es un constante liberarse-juntos. Amarnos como Él nos amó. Comunión, Ágape, Koinonía, Amor, Reconciliación, etc., son posibles gracias a que no luchamos por el poder-que-aplasta, sino practicamos el poder-para, o sea, el servicio transformador, porque vivimos bajo el dominio de un único Señor, justo y fiel. Hombres y mujeres han de aprender el servicio que dignifica al otro. Qué radical suena, entonces, nuestra loca respuesta ante un sistema posmoderno (todo se vale, el ego es dios), neoliberal (que aliena la dignidad y estereotipa la identidad, la objetualiza) y ético-situacional (todo es relativo al contexto): nos sometemos los unos a los otros por amor y obediencia al Señor (Efesios 5:21). ¡Parecería un contrasentido! Y en efecto lo es, porque lo que para el mundo es locura y debilidad, para nosotros es poder de Dios. Entonces sí se puede entender el resto de Efesios 5. ¡El modelo es Jesús, el Mesías! Otra forma de entender el pasaje es a la usanza juanina: ¡amémonos como el Señor nos amó a nosotros! (Juan 13:34). Y de ahí, que el matrimonio en la propuesta neotestamentaria, es la apuesta a un modelo donde yacerían un montón de sanidades para una sociedad caída. ¡Qué locura! ¡Qué responsabilidad! ¡Qué cosa de misión!
Se escribe fácil, pero, ¿cómo lo lograremos sin la ayuda del Espíritu? Sólo el Espíritu tiene poder para rectificar los caminos humanos. Frente a las vergonzosas y terribles violencias que nos hacen rabiar de impotencia, la iglesia del Espíritu debe esforzarse por un modelo preventivo: hombres y mujeres justos, cuyo resultado, en su vulnerable dependencia del Espíritu, es un amor transformador con miras a la paz y la justicia, que contagia a los próximos, y les denuncia su maldad. Es decir, es necesario un discipulado constante y una evangelización constante donde el victimario se arrepiente y logra restaurar lo que ha roto. A veces eso implicará la sana distancia, pero eso sí, es necesario romper con el círculo de la violencia.
De este modo, podemos entender Gálatas 3:28. Toda estructura de dominación está obsoleta. Ni social, ni política, racial o de género. Todos somos dignificados de igual forma en Cristo: somos iguales, en tanto nuestra dignidad inalienable, pero distintos en nuestra enriquecedora manera de hacer al otro practicar el amor. No nos guía ni el espíritu del patriarcalismo falocéntrico ni un hembrismo ultrafeminista, ni el espíritu del capital, ni del ego, ni de las libertades posmodernas. Nos guía el Paracleto. En la comunidad de Cristo, no existe la violencia opresora, ni del hombre hacia la mujer, ni de la mujer hacia el hombre. Y ya que, en efecto somos distintos, se nos pedirá la creatividad divina del juego, la madurez, la valentía y la crisis transformadora. Por eso el matrimonio como hombres y mujeres nuevos, aunque implique un esfuerzo titánico por amar verdaderamente, es fundamental. Qué mejor que este modelo que contradice el mundano ídolo del egocentrismo del “yo hago lo que quiero con mi vida, cuerpo, etc.”; el misterioso y preventivo modelo ante la violencia, como discípulos y discípulas que han de vivir bajo el amor del mismo Señor, que deberán plantear su pedagogía de la liberación frente un mundo caído, en la riesgosa desnudez de la intimidad[4]. Es decir, donde, en plena vulnerabilidad yace la dignidad humana. Ahí se perdona cotidianamente.
[1] Junto con algunos textos, mal encuadrados en su contexto, del NT, como 1 Timote 2:12.
[2] ¡Señor, no hay bueno ni siquiera uno! Cfr. Romanos 3:10-18.
[3] Kant explica que “transcender”, contrario al sentido popular del término, es ir “hacia atrás”, al fundamento. Es decir, algo así como quitar las capas de la cebolla, hasta hallar el corazón. Como Jesús dijo: “esto lo dijo Moisés por lo tercos que son ustedes, pero en el principio no era así….”. Mateo 19:8. Kant, E. Crítica de la Razón Pura.
[4] Dussel, E. 2011, Filosofía de la liberación.
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