Dejando de lado los teatros y demás estrategias para obtener el ansiado rating de los premios Oscar, podemos aprender, de tan singular evento y con un poquito de ojo crítico, dos cosas. La primera, bastante obvia, que las industrias necesitan vender su producto y, por tanto, hacen uso de todo el poder mediático al alcance de su mano. La segunda es el tema del “blanqueamiento” del cine. Y no me refiero nada más a la supremacía racial, sino al “limpiamiento” de occidente, igual que el blanqueador sobre la ropa sucia. Aunque el mensaje pretendido es de “inclusión” —al haber galardonados no blancos—, en realidad es occidente el que queda justificado. Digo, son sus premios, su cine; el problema es lo que se vende, lo que consumimos y cómo lo consumimos. La idea siempre es la misma: occidente, capitaneado por U.S.A. y sus secuaces, se impondrán al final de todo para salvarnos del mal (claro que la lógica funciona también para las potencias no-occidentales, quienes tienen sus propias invenciones y ocurrencias).
¿Qué tiene que ver esto con la guerra? Bueno, podemos entender su lógica de forma análoga. En un mundo controlado por los medios de producción, la guerra, como un producto, como un gran generador de riqueza, necesita esas dos cosas: venderse y justificarse. Es decir, encontrar las formas de propagandearse, blanqueando sus mortales y asesinos métodos con ideologías tales como “los buenos matan a los malos”, hasta ser aceptada sin más por todos. Y de cierto modo, en la historia todas las intervenciones militares (expansionistas, extraccionistas, imperialistas, etc.), han sido acompañadas por una ideología que ha “blanqueando” sus perversos propósitos. Y aunque en casos complejísimos como la Segunda Guerra en donde aparentemente no había de otra que luchar contra el nazismo, lo que siguió después cayó en lo banal: venganza, Estados inventados, sanciones, luchas por la hegemonía, etc.
Y en ningún caso encontramos forma de justificar el aparato de guerra, más que en el contrasentido por definición de toda experiencia humana: la muerte. Ningún lado se salva, ya sea el que agrede o el que defiende, porque como dice León Gieco, “antes mataban por no querer a la patria, y ahora por quererla demasiado”.
En el caso particular de la invasión a Ucrania, que sin duda condenamos y queremos que acabe ya, no podemos dejar de pensar en lo falso que a veces occidente se muestra, haciéndonos pensar que hay un solo enemigo, ante el cual se justifica la guerra, para extirpar ese mal del mundo y regresar la paz, mediante la pax[1]… Y de paso llevarse el litio, el cobre, el uranio, el petróleo o lo que sea que tenga valor. Es la “teología del Rey León”, de la cual nos habla nuestro hermano Dionisio Byler[2], donde se justifica la violencia del “bueno”, para matar al “malo”. O, dicho de otro modo, nos han creado un producto y, si no tenemos cuidado, lo consumiremos hasta adormecer nuestro ministerio profético, cuya justicia está siempre del lado del pobre, la viuda y el huérfano; del extranjero, el desnudo, el desplazado, el desamparado…
Por mucho dolor que genere cualquier conflicto, nuestro “blanqueado pensar occidental” nos hace quitar el dedo de la llaga. Esos mismos “buenos”, ¡han intervenido militarmente en todo el mundo a su antojo y violando todo derecho humano posible! Ya sea con su poder e industria militar, o con sanciones económicas, o tirando gobiernos de izquierda, ¡incluso mezclando la religión “cristiana” con su ideología de hegemonía militar, lo cual es contrasentido al espíritu del Nuevo Testamento! ¿Es que acaso el mundo no occidental, no blanco, no europeo merece el olvido, como una especie de sub-mundo? ¿Cuántos años tendrá que soportar Siria, Palestina, etc., para que el mundo se indigne? ¿Acaso Venezuela o Cuba no merecen, sólo por su gente, ser libres? Recuerden: lo mismo aplica para Rusia, China o cualquier otra potencia o gobierno; sea socialista, capitalista, neo-fascista, etc.
Jesucristo, el modelo de modelos de humanidad restaurada, vino a salvar a los malos, a los perdidos. Él nos hizo un pueblo: los que antes eran enemigos, ahora son hermanos. En Él, bajo la Cruz que condena toda violencia, tortura y muerte, se nos ha dado la oportunidad de morir a las estrategias mundanas, para poder alcanzar el Reino de la Paz. ¿Dónde está la misión de la iglesia sino al lado del oprimido o violentado? La iglesia, mediante el Shalom y la justicia de Cristo, esto es, sumando a todos a la mesa del Señor, debe esforzarse -y arriesgarse aún a costa de la vida- por el Reino de la Paz. Sin gobiernos ni banderas, sin hipocresías, con el gozo del sufrimiento hasta alcanzar Cielos y Tierra nuevos. Y por supuesto, sin dejarse guiar por la ideología que justifica la guerra.
Por eso decimos: Ningún acto de violencia se justifica por sí mismo. Ninguno. Ninguna guerra es universalizable, ningún aparato que esté en contra de la vida que Dios creó, y nos entregó para alcanzar juntos su Shalom, es aceptable. Pero la Paz y la Misericordia, el amor y la compasión, sí son universalizables, porque no hay nada que las condene (Cfr. Gal. 5:22-23).
Y por eso, LOS VERDADEROS CRISTIANOS estamos en contra del uso de la violencia, y de su lenguaje, de sus estrategias y de sus formas de manipular la información. ¡Ah!, y también de los estados que promueven la guerra, porque, si estuviéramos de su lado, estaríamos cometiendo un acto de infidelidad, de idolatría. Tenemos un Señor que es al mismo tiempo autor y consumador de la Paz en la historia, así como el sentido de la misma.
¡Bienaventurados si procuramos la paz! Si somos pacificadores, es decir, si andamos, como decía mi papá, en donde nadie nos llama haciendo la paz, aunque nos toquen las pedradas. Porque en el fondo, todos sabemos que una consecuencia del amor de Cristo, universal —y esto incluye a los enemigos—, es como decía nuestro hermano Menno: “Nosotros no podemos matar a aquellos por quienes Cristo ya murió”.
Ningún acto de violencia es justificable, a menos que tengamos una moral situacional, atascada en lo propio, en el yo, en la totalidad. Hacer violencia para contrarrestar la violencia, nos inclina a una dialéctica insuperable, que poco a poco se encamina a lo banal, al mal. Por eso es que todos los actos violentos son explicables en la historia, pero no universalmente justificables. Y aún si la moral los justifica, “por un bien mayor” (digamos, un bien mayor geopolíticamente delimitado), debe haber una ética que supera, atraviesa, e incluso cancela el aparato de la moral-violenta. Esa ética, sí universal, está en el que clama por justicia, porque ahí se esconde un principio inalienable: la Vida.
Por lo tanto, clamamos junto con la iglesia fiel, con los que se resisten a la violencia, con aquellos de causas perdidas, con los desplazados y pobres de la tierra, los que amamos la vida que Dios nos dio para cuidarla y procurarla, con los que procuran la paz y la siembran con justicia: “Maranatha, ¡ya ven Señor Jesús!”.
[1] Esto es, la pax romana, explicada de forma coloquial: imponer la paz a base de catorrazos, palazos, balazos, etc.
[2] Byler, D. Genocidios en la Biblia.
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