Hasta que la justicia y la paz se besen.

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El eterno conflicto entre el Israel sionista y Hamás, la guerrilla palestina, etc., son ejemplos claros de una cosa: cualquier nacionalismo es idolatría. No importa en dónde haya nacido, si en la religión, en una identidad etnocentrista o en la mente de los estrategas del imperialismo, de todos modos, es igual que fabricarse becerros de oro, y al final se termina adorando lo hecho por manos humanas.

En el Antiguo Testamento, sobre todo en los escritos proféticos, siempre denunciando la infidelidad de Israel, encontramos también que la consecuencia de la idolatría es la descomposición social. Por supuesto, desde el becerro de oro en el desierto, eso no cambió (he ahí la importancia de los 10 mandamientos y, sobre todo, del mandamiento más importante). La idolatría es un claro rechazo al Dios vivo y su proyecto por el deseo antropocéntrico cuya finalidad es sacar la ética, y su práxis de justicia, paz y gozo, de la ecuación del progreso humano. La idolatría suele fundamentar racionalmente, -o mejor dicho, utilizando la razón instrumental- no sólo bases para una religión a secas, sino que tiene sus pretensiones políticas, sociales, culturales o estructurales, en donde el abuso del poder es una constante. Así podemos encontrar, en las religiones fundamentalistas, adoctrinamientos que adormecen la razón y que preparan a los adeptos para un fin aún más peligroso: adoremos, todos juntos, al dios Estado. Ejemplos en la Biblia hay muchos: Nabucodonosor, Darío, Salomón, Herodes, el Emperador Romano, los reyes paganos de Israel y Judá, la Bestia del Apocalipsis, y en suma, cualquier monarquía avalada por el poder del fundamentalismo. Y no es ajeno a la realidad histórica humana. El nazismo también usó a las iglesias protestantes alemanas para promover su religión estatal. Los gobiernos de derecha siguen usando a los evangélicos como contrapeso político en Latinoamérica, y no se hable de USA, con su lema “In God we trust” (si creíamos que el fundamentalismo sólo era para Hamás o el sionismo, estamos equivocados. El poder norteamericano lo ha sido desde hace mucho, y lo mismo aplica para el Estado Ruso, el apartheid sudafricano, el Estado Chino, etc.).

Los ídolos con los que el antiguo Israel pecó representaban cultos paganos, perversos, injustos, donde además había que hacer cosas vergonzosas para mantenerlos, rituales alejados de todo sentido común, transgresores de la vida, que requerían el invento de reglas “sagradas”; misticismos que suenan elevados y producen miedo, o culpa, la sacramentalización de objetos (y la alienación de estos, como el oro), narrativas que ponen a la par el poder divino con el poder del Estado. Es el fetichismo del poder, del que ya hemos hablado. En otras palabras, la idolatría supone una moral situacional donde la exclusión del otro, que no sigue las reglas o es diferente, pronto aparece. Si no haces lo que dice el dios, no eres de los nuestros (no eres un ciudadano completo). Además, el dios fundamenta cuál es su pueblo elegido, los demás si no se someten, son racionalizados como enemigos. El dios siempre requiere sacrificios, y si se trata de la dignidad humana, propia o ajena, mucho mejor.

Desde este punto de vista, cualquier nacionalismo es idolatría, porque se adora un dios que cree que tiene derecho incluso sobre la vida inalienable de los otros. Un nacionalismo pronto encuentra formas lógicas de abandonar la ética, y sin ética, legaliza moralmente[1] el “derecho” de bombardear hospitales, secuestrar personas, invertir en armamentos modernos, lavar cerebros, desarrollar bombas H. El dios requiere mentes completamente sedadas, poco críticas, orgullosas, etnocéntricas. El dios requiere desde un Ginés de Sepúlveda fundamentando racionalmente que “a los indios hay que exterminarlos como perros rabiosos”, hasta un Netanyahu que promueve el exterminio -genocidio- sistemático de palestinos. Lo mismo aplica para Hamás, o cualquier discurso de cualquier nación soberana. A todos los respalda su propia idolatría. Una opiácea forma de expulsar al Dios vivo de la ecuación.

Pero el Señor en su misericordia siempre repudió el ídolo del poder y del nacionalismo. Desde Abraham, planteó la idea de que, en él, “serían benditas todas las naciones del mundo”. Es por eso que Samuel se enoja tanto, porque él sabía, y Dios lo confirma, que la idea era ser un pueblo sin monarca, peregrino, totalmente dependiente de un Dios que no requiere templos. Con Salomón el ídolo del poder, la opulencia, el ansia territorial y la riqueza (el imperialismo), cobran fuerza, y el culto a Yahve es cambiado por un sistema patriarcal de alianzas políticas que utiliza el harem como signo de poder. Como consecuencia, su hijo, hambriento de más poder y más riqueza, divide el reino. Un reino que no debía ser una hegemonía política, sino un semillero de justica, para todas las naciones. La idea de Dios siempre ha sido la utopía, porque para realizarla lo necesitamos a Él. Humanamente es imposible, pero donde está el Reino, tarde o temprano lo veremos realizado.

Parece ser que no hemos superado a los antiguos. O más bien, sí, pero de forma negativa. El sionismo, facciones radicales musulmanas, el nacionalismo británico, el norteamericano, los nacionalismos latinoamericanos, todos son lo mismo: la idolatría del poder, con una religión que es contrasentido a la enseñanza del Nuevo Testamento, donde caben todos, sin excepción. En lugar de ser iguales, donde no hay lucha de clases, ni opresiones de género o racismos (Gal. 3:27), hay un aparato de extrañeza hacia el otro; en lugar de amar (Lc. 6:27), odio; en lugar de solidaria repartición de bienes (Hch. 2:42), teologías de la prosperidad, el vano amor por el dinero; en lugar de la compasión por el pobre, la viuda o el huérfano (Sant. 1:27), hay policías migratorias, inteligencias nacionales, ultra tecnología militar.

Para la iglesia primitiva, nuestros valientes hermanos profetas del primer siglo, estaba claro que una de las cosas que Jesús hizo el día que se rompió el velo del templo, fue secularizar el Estado. Ahora el poder del Imperio nada tenía que ver con el Reinado de Dios, cuyo sumo sacerdote siempre se presentó asimismo como de otro orden y, por tanto, rechazaron la idolatría del nacionalismo, la monarquía y el poder, y se esforzaron por extender un reino donde cabían todos. Me conmueve la primera carta de Pedro: los expulsados, los exiliados por su fe, no pararon de anunciar las buenas nuevas del único Príncipe de la Paz. Por eso son llamados Nación Santa, linaje escogido, pueblo adquirido, porque al no tener tierra alguna, son semilleros de esperanza a donde quiera que van. Su patria es la justicia del Reino.

El apóstol Pablo pudo reconocer también esa revolucionaria idea que lo cambiaba todo: la Reconciliación, el ministerio de la paz. Cuando rechazamos la idolatría del Estado, para amar a un único Señor que promueve cielos y tierras nuevos, esperamos con ansia y construyendo con esfuerzo el día de la venida al mundo de la Ciudad de Dios, donde son bienvenidos todos los que se rebelaron contra la idolatría de los nacionalismos. Los que dijeron no a las bestias, los que nada tuvieron que ver con los aparatos de guerra, exterminios raciales o ídolos del poder. Ellos jamás se arrodillarán frente al poder del Estado, ni lo adorarán, ni usarán sus marcas, arriesgándose incluso a perder la vida. Estos son los que van poniendo cada ladrillo de esa Ciudad que sanará las heridas de la historia.

Muchos hay, que rebeldes, resisten todos los días siendo agentes de transformación… Y nos preguntamos, cómo los Santos, ¿hasta cuándo Señor?

Hasta que la justicia y la paz se besen.

 


[1] Por lo general, la gente suele equiparar “moral” a “ética”. Pero debemos hacer esta corrección: la ética funciona de forma universal. Es decir, en ella encontramos “primeros principios” que son compartidos y válidos universalmente, como “no matarás”, donde el principio, o la categoría de fondo, es la Vida. La moral siempre se pone de parte de las reglas, normas o leyes para la convivencia. Y, siendo un aparato racional, lógico, no necesariamente parte de una ética.

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